Cuando la muerte desapareció

By onrobu

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¿Qué harías si, durante una maratón de películas de terror con tus amigos, empiezas a escuchar ruidos en la p... More

Prólogo
PRIMERA PARTE: Una pieza clave en el juego
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
SEGUNDA PARTE: Búsqueda y huida
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 24
TERCERA PARTE: Las marcas que deja en la mente
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 28
Capítulo 27
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
CUARTA PARTE: La muerte
Capítulo 48 (I)
Capítulo 48 (II)
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52

Capítulo 23

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By onrobu

Tan pronto había cumplido los dieciséis años su abuela lo había sentado en su coche y le había enseñado cómo conducir. Después de obtener la licencia, apenas había vuelto a tocar un volante de nuevo. No le hacía falta.

El instituto quedaba a pocos minutos andando, la casa de Áleix todavía más cerca y aunque hubiera sido bastante agradable llegar a casa de Naia a cuatro ruedas, sus padres se pasaban el día fuera y el coche se iba con ellos. La bicicleta acababa siendo la opción más habitual.

No había conducido ningún coche más que el de su abuela y en un par de ocasiones, el de sus padres.

El ángulo del cambio de marcha se le antojó extraño. La textura del volante, la dureza del acelerador, la distancia entre el asiento y los pedales... le eran completamente desconocidos. Y no tuvo oportunidad alguna de hacérselos suyos. No pudo permitirse dudar.

Con un fuerte olor a tabaco de fondo, todos y cada uno de los músculos tensionados y el miedo bien anclado al corazón, colocó las manos a las dos y a las diez sin pararse a pensar en cómo las estaba poniendo, situó los pies en los pedales, y arrancó.

El motor ronroneó durante unos segundos antes de que la camioneta saliera disparada.

Había recorrido unos cincuenta metros cuando a la mente le vino un flashback de su abuela dándole una colleja. «Luces».

Con una mano fuertemente agarrada al volante soltó la otra y empezó a palpar los distintos botones y palancas que lo adornaban. No apartó la vista de la oscuridad que aguardaba al otro lado del parabrisas, no podía. Era la única manera de no...

Las ruedas vencieron una resistencia blanda.

Su mente le envió imágenes de los cuerpos que Alma, Idara y el chico habían ido dejando atrás. Cuerpos abiertos de arriba abajo, brazos y piernas separadas para siempre de sus lugares naturales. Cabezas abandonadas en el suelo.

No hubo arcadas surcándole la garganta. No tuvo la sensación de ir a vomitar ni la necesidad de apoyarse en algún lugar para no caer. Solo tensó todavía más la mandíbula mientras presionaba el pedal con más fuerza.

¿Qué estaba mal con él? ¿Cómo podía mantenerse entero?

Elia. Tenía que sacara a Elia de allí. Era la adrenalina. La adrenalina lo hacía funcionar.

Las luces delanteras se encendieron.

La cabaña quedó atrás. Alma e Idara, solas y completamente rodeadas de aquellos quienes lo buscaban a él. Moribundas sino ya muertas.

Por su culpa.

Por él.

Más daños colaterales como lo había sido Elia. Su hermana.

Solo importaba ella. Elia era su única prioridad. No podía ser de otra manera. Tenía que centrarse en la chica que descansaba en el asiento del copiloto. La parte dominante de su cerebro, la parte más racional, más fría y apática, le recordaba que Idara ya estaría muerta y que a Alma podría transportarse cuando lo considerase oportuno. Puede que ya ni estuviese allí.

Aunque por más sangre fría que tuviera, en el fondo de su mente, la culpabilidad aullaba. Y el miedo.

Los últimos resquicios de la cabaña desaparecieron de su campo visual al internarse a toda velocidad en el serpenteante camino rodeado de densos árboles que se alejaba de ese lugar ya maldito para siempre.

El coche se inclinó peligrosamente hacia un lado solo para instantes después inclinarse hacia el otro, sacudiéndolo con vehemencia en su asiento. Temió que su hermana se hiciera daño, que se golpeara la cabeza con la ventanilla o se lastimara el cuello con los bruscos golpes del vehículo, pero no podía apartar la mirada del camino para comprobarlo. Esas breves milésimas de segundo serían suficientes para perder el control y salir disparados del estrecho y sinuoso camino de tierra y piedras.

Y no podía permitirse ralentizar la velocidad.

Detrás suyo una ingente cantidad de demonios intentaban materializarse en la parte trasera de la camioneta. La mayoría no lo conseguían, muchos se quedaban atrás, otros aparecían delante solo para ser llevados por la ranchera escasos segundos después. Y los pocos que lograron hacerlo se encontraron con una espada al cuello.

La parte de su mente que nunca dejaba de ejecutarse en segundo plano, no le encontraba explicación a cómo el chico conseguía mantenerse en pie a pesar de las abruptas sacudidas que daba el vehículo. Menos todavía a como lo hacía sin aparente dificultad a la vez que no solo mantenía el equilibrio, sino que lanzaba estocadas cuando era necesario, esquivaba demonios y alguna que otra rama baja y se movía con aparente libertad, como si estuviera con los dos pies bien plantados en tierra firme.

Una rama baja golpeó una de las luces delanteras. Dejó de iluminar sumiendo la carretera en una oscuridad todavía mayor. Apenas lograba vislumbrar unos pocos metros enfrente de él, cada curva cerrada se le echaba encima de golpe, dejándole escasas milésimas de segundo para reaccionar en violentos volantazos.

En cualquier momento perdería el control, en cualquier momento aparecería una curva todavía más cerrada que las anteriores y se saldrían de la pista solo para empotrarse contra un árbol a noventa kilómetros por hora.

Pero esa opción era una posibilidad, una posibilidad de vivir, de alejar a Elia tanto como le fuera posible de esa pesadilla. En el momento en que disminuyese la velocidad conseguirían transportarse encima la camioneta. O dentro. Eso era una certeza. Y eran muchos contra un único Nit. Al final vencerían. Tenía que perderlos. No podía frenar.

—Mierda, mierda, mierda... —Sus cuerdas vocales escaparon de su control. Su corazón latía a toda potencia contra su caja torácica. Todas y cada una de sus fibras musculares luchaban contra su mente para contraerse en un intento de protegerse de un cada vez másprobable impacto.

Se le cortó la respiración de golpe cuando todo su cuerpo quedó suspendido en el aire brevemente a causa de un soto considerable provocado por el paso torrencial del agua durante los días de lluvia. Recuperó el control de la camioneta al instante, recuperar el de su mente era más difícil.

Por más que quisiera centrarse en la carretera delante de sus ojos, en la textura áspera del volante bajo sus puños y la palanca de las marchas que rebotaba a su derecha, no podía sacarse de la cabeza a su hermana. Y a Alma e Idara.

¿La bruja había muerto mientras ellos se alejaban sin mirar atrás? ¿Había llegado a tener alguna oportunidad contra los incontables demonios que aparecían? ¿Estaba viva cuando Alma le ordenó que se fuera? Y Alma, ¿seguiría viva? ¿la habían capturado? ¿o se había materializado dejando a Idara atrás? La parca no podía transportar a otras personas ¿se habría salvado a ella misma? ¿o se había quedado con Idara? En ese caso, ¿qué le ocurriría? ¿qué le harían? Había dicho que no podía morir, ¿sería cierto?

En un mundo dónde existían los fantasmas, los demonios y las brujas todo podía ser.

Pero, aunque no pudiera morir, aunque no la mataran, solo tenía que ver a Elia. Ver lo que le habían hecho. Todavía no la había observado con atención, no había contemplado el daño causado. Y le aterrorizaba hacerlo.

Estaba aterrorizado de que todo hubiera sido por él. Que la hubieran secuestrado por él, que Idara hubiera muerto por él, que tuvieran a Alma por él. Y no podía... «No». No era el momento para pensar en eso. No era el momento de que su mente tomara el control. Necesitaba centrarse en el camino que tenía delante, en los demonios que no paraban de aparecer, en los socavones del suelo y la chica del asiento del copiloto. Tenía que vaciar la mente de todo lo demás, dejar que la adrenalina fluyera, que sus sentidos e instintos tomaran el mando. Era lo único que podía ayudarlos.

Giró el volante con brusquedad cuando se incorporó a una carretera secundaria. El cambio fue instantáneo: el terreno se aplanó, el asfalto bajo las ruedas hizo acto de presencia, las curvas se agrandaron.

Y poco a poco los demonios fueron quedándose cada vez más atrás hasta desaparecer por completo.

En la parte trasera de la camioneta, Nit se dejó resbalar hasta quedar sentado con la espalda apoyada en la ventanilla que lo separaba de la cabina, satisfecho.

Con movimientos expertos limpió la espada con la parte baja de su camiseta ya manchada de sangre y la contempló con orgullo unos instantes antes de guardarla en la funda que le recorría la espalda.

Nýchtas era su posesión más preciada. Nunca le había fallado. Nunca lo haría.

Se humedeció los labios con deleite. La adrenalina todavía le corría por las venas, notaba su corazón firme pero constante entre sus costillas, los dedos de los pies en tensión dentro de las botas. El enfrentamiento había sido... maravilloso, una ola de renovada energía, un subidón excitante. La contracción de los músculos, la capa de sudor sobre la piel, el aire bailando a su alrededor. Lo había echado de menos.

Soltó un suspiro satisfecho antes de girarse ligeramente para golpear con los nudillos el cristal que lo separaba de la cabina.

Aunque se había relajado tan pronto los demonios les habían perdido el rastro, su modo combate ya desactivado, su mirada seguía clavada en la carretera que dejaban atrás, alerta ante cualquier posible ser infernal.

Sin apartar la vista de la carreterilla que tenían delante, Isaac se permitió soltar una de las manos del volante y palpar detrás suyo hasta conseguir abrir la ventanilla que comunicaba con la parte trasera de la ranchera.

Cuando el compartimento quedó expuesto al exterior el sonido del viento fluyendo a su alrededor y del motor trabajando a toda potencia acalló sus pensamientos. El olor a tabaco que impregnaba la tapicería había llegado a un punto molesto.

—Puedes disminuir un poco la velocidad, todo este circo no habrá servido para nada si nos las metemos contra un árbol —murmuró el chico con una cierta diversión—. Pero no pares. No tardarán en localizarnos. Tenemos que alejarnos tanto como sea posible.

Aunque la aversión hacia el chico bailaba en su cuerpo, coincidió con él y amainó la velocidad ligeramente. Había algo en su tono, en su postura... ¿Cómo podía haber disfrutado de la matanza que acaban de dejar atrás? ¿Cómo podía estar tan tranquilo? ¿Tan satisfecho consigo mismo?

—¿Quién cojones eres tú? —Sonó como una orden.

—¿Yo? —El chico soltó una risilla—. Un amable servidor a tus órdenes.

—Déjame preguntártelo de otra manera, ¿qué cojones eres tú? —No había emoción, no había ira en sus palabras, solo frialdad y firmeza.

—¡Esa boquita!

» Alma me lo había descrito con detalle, pero ver para creer... —murmuró para sí mismo con sorna. Aun la aparente espontaneidad del comentario, Isaac intuyó que había algo detrás. Lo estaba probando, esperando su reacción. ¿Se enfadaría? ¿Preguntaría a qué se refería? ¿O ya lo sabía?

Lo ignoró deliberadamente, esperando que su impasibilidad le negara toda respuesta.

—¿De qué conoces a Alma?

—¿De qué? Es mi hermana. Más o menos.

» Otra parca a tu servicio.

» Y gira a la derecha.

¿Cómo no se había dado cuenta? Tenía toda la lógica del mundo. De carácter eran igualitos: la misma superioridad; el mismo humor sacado de contexto, irónico y burlón; la misma despreocupación; la misma tendencia a la violencia... por el contrario, en el aspecto físico había un par de diferencias apreciables: mientras que Alma era de piel notablemente morena y cabello completamente negro, el chico era más bien pálido con una mata de pelo tan rubio que podía llegar a parecer blanco. Por el contrario, ambos compartían los mismos ojos de color azabache, así como la misma tendencia por la ropa y complementos de ese color. Y el gusto por el cuero. Ese también era un factor común.

Mientras pensaba en hermanos no pudo evitarlo más.

La carretera estaba desierta, no había nadie alrededor, humano o no.

Frenó en seco, e ignorando las recriminaciones del chico, se giró hacia Elia.

Se le cortó la respiración al momento. El panorama era devastador.

Su hermana siempre había sido extremadamente delgada, pero en ese momento le dolió verla. De su piel pálida, sucia y amoratada sobresalían todos y cada uno de los huesos de su cuerpo. La clavícula, las costillas, la columna, las rodillas... parecía que su esqueleto la estuviera absorbiendo hasta quedar en nada, un simple títere, un simple cuerpo vacío sin vida.

Su piel se había vuelto mortecina, casi translúcida, dejando entrever unas venas oscuras y sinuosas, así como hematomas de distinta consideración, cortes y rasguños. Destacaban los de sus manos: se había defendido, había luchado; los de sus pies: había intentado escapar; y los de sus muñecas: la habían atado con fuerza.

Le habían chupado la vida.

Así lo aseguraba los círculos oscuros que enmarcaban sus ojos, el caos en el que se había convertido su pelo, el olor fétido que emanaba de ella, el estado de su ropa (una simple camiseta agujereada y unas braguitas).

Isaac apretó con fuerza el asiento para contener la ola de furia que lo azotaba. La idea de sus manos encima de ella, de sus miradas lascivas, de su disfrute con ella en contra de su voluntad... los mataría, acabaría con todos y cada uno de ellos si no lo había hecho Alma, ya.

Pensar en la parca, en Idara sin vida en el suelo, fue un golpe de realidad. La vida era efímera. Primero tenía que centrarse en Elia. Después en ellos.

Y Elia estaba inconsciente. Desconocía el motivo exacto, ¿deshidratación? ¿inanición? ¿drogas? ¿una suma de ellas? No tenía ni la menor idea de cómo ayudarla, de su estado. ¿Los daños eran únicamente superficiales? No. ¿Le habían hecho algo más? No lo sabía. ¿Qué tenía que hacer? ¿Cómo la ayudaba?

—Tenemos que llevarla al hospital.

—Ni de coña.

Isaac se obligó a apartar la mirada de su hermana para clavarla en Nit. Elevó las cejas ligeramente ganándose unos ojos en blanco por parte de la parca.

—Primero de todo, te están buscando. Y si bien los demonios no destacan por su agudeza mental, tampoco por la falta de ella. —La parca le dedicó una mirada que evidenciaba cómo estaba evaluando cada una de sus acciones, de sus palabras y gestos. La intuición de Isaac sobre al comentario de Nit nohabía sido errónea—. Además, no están actuado así por gusto, alguien los está usando. Y ese alguien, supongamos que un demonio mayor, lo ha hecho notablemente bien hasta ahora. Sino no nos encontraríamos en esta situación. —¿Un demonio mayor? Lo que acababa de decir Nit parecía encajar con el relato de Asia sobre lo sucedido en la nave industrial y el comentario del demonio que lo había dejado momentáneamente paralizado. ¿Todos los demonios involucrados estarían bajo el comando de Taiyr? ¿O no? ¿Estaba atando los cabos correctamente? Fuera como fuera, ¿cómo se relacionaba con él? 'La caída del Rey Blanco' había dicho. ¿Cómo se relacionaba con el tema de la muerte, con Asia, con él?

Nit siguió hablando.

» Segundo, no seré el mayor experto en comportamiento humano, pero me parece que, si apareces con una chica moribunda en un hospital, te harán muchas preguntas. Y las preguntas despiertan atención, y la atención atrae personas que te quieren atado a un poste.

» Y no de manera sexual.

» Así que no, no vamos a ir a un hospital.

» Además, es una simple humana, ¿por qué tantas molestias por ella? ¿por qué arriesgarse? —Si bien era una pregunta retórica que no esperaba contestación, como si hacerlo fuera inverosímil, había una mezcla de curiosidad y aversión en su tono que sorprendió a Isaac. Toda la situación se le antojaba descabellada.

—Es mi hermana. ¿Cómo no voy a preocuparme por ella? ¿Cómo...? ¿Cómo puedes estar tan tranquilo habiendo dejado a tu hermana allí?

La parca le restó importancia con un ademán de mano.

—¿A Alma? —Soltó una carcajada— ¿De verdad me lo estás preguntando?

Isaac estaba alucinando. Toda la situación era disparatada, su actitud, su postura, su despreocupación y egoísmo... eran tan exageradas que se convertían en anecdóticas, en desconcertantes. No podía acabar de tomárselo en serio si...

—¡Arranca! ¡Ya!

—¿Qué...? ¡Mierda!

Un coche avanzaba directo hacia ellos, preparado para embestirlos.

Isaac no fue suficientemente rápido. La ranchera apenas había avanzado unos metros cuando el segundo vehículo chocó con la parte trasera.

Todo se volvió negro.


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