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By -ttargaryen

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By -ttargaryen

AÚN PODÍA SENTIR LA PUNTA AFILADA DE SU NARIZ PRESIONANDO SUAVEMENTE EN EL HUECO DE SU CUELLO. Aspirando como un fantasma o la secuela de un doloroso ultraje, cosquilleando a través de la piel como si se tratara de los síntomas de una fiebre severa, extremadamente preocupante. También podía sentir sus brazos firmes alrededor de las caderas, deslizándose entre roces sutiles y tensiones espasmódicas cada vez que respiraban cerca el uno del otro. Jacaerys había guardado con recelo sus palabras por el resto de la tarde, en sospechoso silencio; a no ser que se tratara de sus hermanos menores o su madre, se había negado a compartir oración con ella de forma directa.

Le habría sorprendido de ser diferente. El heredero de Rhaenyra era metódico, cuando algo sembraba raíces en su cabeza, difícilmente se le podía arrancar de tal meditación. Recurría al mutismo y el misterio hasta verse capaz de resolver el conflicto de cuenta propia.

Sabía cómo funcionaban sus pensamientos, Jace era como un libro abierto de par en par, exponiendo sus hojas amarillentas a la disposición de cualquier lector curioso. Y Visenya disfrutaba de interpretarlo igual que a un acertijo, especialmente cuando se comportaba de manera déspota e inmadura.

No le dirigió palabra alguna hasta llegada la hora de la cena, a pesar de sus tentativas. El breve viaje en Vermax había terminado antes de tener la oportunidad para digerirlo y esperó el resto de la tarde junto a Joffrey, dando vueltas por la playa y jugando con la arena húmeda mientras Luke surcaba sobre sus cabezas de un lado al otro, escuchando a su pálido dragón graznar ocasionalmente. Jace, por otro lado, abandonó las costas para desaparecer en el horizonte, montando nubes hacia el este y adentrándose en mar abierto; justo hacia donde no podía seguirlo.

El recorrido a pie fue ameno y divertido, al menos hasta que el menor de los hermanos Velaryon expresó suficiente aburrimiento, exigiendo volver al castillo. Así lo hicieron, no sin antes comunicarle la noticia a Lucerys, quien se dedicó a gozar un rato más de su vuelo, aguardando a la llegada de su hermano mayor.

—¿Puedes llevarme? —Joff extendió ambos brazos en su dirección, tratando de igualar su velocidad a pasos cortos, tropezando cada vez que sus pies se enredaban.

Lo contempló con los ojos entrecerrados y, bajo estos, una mueca de particular gracia se extendió por sus mejillas. Tomó al pequeño en sus brazos, solo para apresurar aún más el retorno. Al menos con Joffrey como única carga, no tendría que esperarlo.

Sin embargo, tuvo que condicionarlo por su propio bien.

—Solo hasta las escaleras y no quiero que te duermas. Te quiero despierto hasta que lleguemos, ¿de acuerdo?

A pesar de oírle aceptar con una enorme sonrisa juguetona, Visenya era consciente de que había pedido demasiado. No se sorprendió cuando el primero de muchos bostezos siguió a un balbuceo infantil, apoyando su cabeza rizada sobre su hombro. Pronto lo halló profundamente dormido, sus pequeños pies colgaban a ambos lados de su cadera y sus manitas se ovillaron contra su pecho, guardando el calor cuando poco a poco el sol menguó en la costa, desvaneciéndose más allá del océano.

La luz dio sus últimos alientos en la tierra, pintando de colores ocres el cielo, y a la distancia le pareció escuchar el distinguido rugido de Vermax, devuelta en Rocadragón.

Visenya atravesó las enormes puertas de su alma mater con el menor en brazos, a tiempo para tenderle el valioso peso extra a una de las criadas que le esperaba al entrar. La mujer logró despabilarlo y lo guio de la mano al interior de la fortaleza, seguida por otras dos iguales a ella; una para anunciar acerca de su regreso a su madre y otra para prepararle una ducha.

Aunque ni a su mamá ni a Daemon les molestaba la peste que se impregnaba en la ropa después de montar, era una formalidad de etiqueta asearse antes de cenar juntos. Se dirigió a su recámara, recibida por una muda de ropa tendida pulcramente en su sillón, una tina caliente en el centro de la habitación y una serie de aceites perfumados colocados con cuidado en su mesita, todo por las manos delicadas de una doncella a su cargo.

Se retiró los guantes de piel, dejándolos encima del baúl, y carraspeó.

—Princesa. —La mujer de espaldas se giró para hacer una reverencia pronunciada, acabando con su labor y caminando hacia ella, deslizándose unos pasos detrás—. Traje sus esencias preferidas y su vestido está...

—Eso es todo, gracias. —Aceptó la ayuda proporcionada para aflojar el conjunto, cepillándose el cabello sobre el hombro para darle acceso a la mujer de avanzada edad delegada a sus aposentos. Los nudos flaquearon y con ello su torso se vio liberado de la presión desagradable alrededor de su silueta, lanzando un suspiro de alivio.

Le hizo un gesto a mano alzada, asegurándose de que la parte delantera de la prenda no cayera de su pecho.

—Si necesito algo más te haré llamar —le obsequió una última sonrisa de soslayo, cabeceando ante una segunda reverencia. La vio partir por la puerta tras un halo de luz cálida que se colaba por el corredor.

La iluminación que provenía de su balcón abierto era más que suficiente para ducharse sin velas. Desenredó algunos mechones de su largo cabello oscuro y sacó los brazos de las mangas, arrastrando la tela hacia abajo. La ropa cayó a sus pies, apilándose en el piso sin obstáculo alguno. Aún no desarrollaba las curvas para sostener el vestido en su lugar, los ángulos de su cuerpo eran planos y poco acentuados, sus caderas apenas más anchas que su cintura y muslos sin gracia.

Las mismas caderas que los antebrazos de Jacaerys habían rozado y los muslos en los que habían descansado sus muñecas. El recuerdo quemó, frotándose ansiosamente como si pudiera borrar la sensación de su piel desnuda. Decidió que enjuagarse con agua ayudaría en su acometido.

Finalmente se deshizo de las ropas de cama, estremeciéndose cuando el tacto delicado del tejido se deslizó por sus pechos, aún demasiado pequeños para caber en la cuenca de su palma. El roce debió endurecerlos pues un hormigueo agradable se enroscó dentro de su vientre, palpando torpemente las yemas frías sobre su estómago, arrastrando las uñas debajo del ombligo. Frunció el ceño cuando el tirón se hizo más fuerte y su respiración más acelerada.

Batió aquella extraña emoción lejos de sí misma, aproximándose a la tina para adentrarse en ella con precaución. El agua estaba caliente, humeando y abriendo los poros de su ser conforme se sumergía, sentándose en el fondo. Sus extremidades cantaron de alegría, cada nervio en su persona se encendió de gusto y recostó la espalda superior contra uno de los costados, estirando los músculos. No fue hasta entonces que notó con precisión cuan tensa se encontraba, la rigidez se movió por su interior, un lugar al que no podía acceder con sus manos, una liberación que no se podía proporcionar de propia mano.

La superficie del agua cubría hasta las clavículas y una sensación agradable se atenuó en su núcleo cuando su mirada siguió nerviosamente los brotes hinchados que habían nacido en la punta de sus pechos. Parpadeó y caviló por un instante, su cabeza continuaba estancada, socavada en el cosquilleo que persistía en su nuca; el aliento masculino adhiriéndose a la carne.

De pronto estaba divagando, aferrándose a la esperanza de poder desaparecer en la tina, cuando el fantasma de unos dedos callosos estrujó sus muslos, apretando los pulgares con fuerza en su pelvis, soltando las riendas de la montura para meter las manos debajo de su falda.

Sus propias manos siguieron el camino que su imaginación parecía complacida en dictaminar, el rastro de sus besos ya no exploraba dulcemente los rincones de sus hombros, podía sentir la lengua caliente de Jacaerys penetrar su piel, succionando cada vez más cerca de su lóbulo. Los jadeos que golpeaban su cuello estaban cargados de culpa, no podía evitar recordar las heridas en su dorso cuando una de esas manos encontró el sendero entre sus piernas, trazando la mancha de humedad que goteaba desesperadamente desde su intimidad.

Sus pechos no eran suficientemente grandes para las palmas de Jace y, en su acalorada fantasía, se preguntó si aquello lo molestaría de algún modo.

Quiso pararlo, aunque no luchó por conseguirlo, habría sido gratificante pensar que podía frenar el hilo desenfrenado de transgresiones que comenzaban a tomar forma en su cabeza. Su memoria trajo lapsus de la noche anterior al presente, abrazados en un rincón oscuro del castillo, escondidos de los guardias y las criadas, meciéndose uno contra el otro, suplicando porque uno de los dos se atreviera a más que solo gozar la cercanía de sus caderas frotándose sobre las capas de ropa. Al menos ella lo necesitaba.

Jacaerys era más decoroso que Visenya y ella lo sabía. Un poco menos irracional. El correcto hijo moldeado a la medida por su madre no osaría poner una sola mano en ella ni esa noche ni nunca, no mientras sus valores pesaran más que cualquier deseo. Como heredero, era inapropiada tal falta contra una princesa.

Una locura que se sentía bien mientras sus dedos se arrastraban alrededor de los pliegues. Por instinto, dobló las rodillas y las separó debajo del agua, dejando caer el peso de su nuca encima del borde de cobre, apretando los párpados y separando los labios en un quejido mudo cuando una sacudida agitó todo su ser, ansiosa por hacer realidad la idea.

Su perfecto hermano mayor tocándola como si los roces hicieran más que alimentar la lujuria desmedida creciendo bajo las escamas, peligrosamente cerca de su cuerpo, respirando en su cuello, transpirando en su piel, envolviéndola en sus brazos y restregando sus sexos cuando nadie más en el castillo era consciente para juzgarlos.

Nunca antes había pensado en ello y ahora que el descubrimiento se desvelaba ante sus ojos, resultaba extasiante. Tal vez habían pasado tantos años jugando en el patio de entrenamiento que se había olvidado que Jacaerys tarde o temprano se convertiría en un hombre y ella en una mujer, cuando llegara la hora.

La adolescencia se sentía como una rabia ardiente y frenética, supurando hormonas de las fauces, acariciándose como si la inocencia aún formara parte de sus intenciones, como si las manos ajenas no la tomaran con más fuerza por la cintura o su torso no presionara su espalda más cerca, como si la urgencia primitiva de unir sus pelvis no fuera nada a su lado.

Su hermano mayor seguro no pretendía ignorarla porque se sintiera responsable, quizá como ella temía no entenderlo pero Visenya lo comprendía mejor de lo que lo hacía consigo misma, como un lienzo cuyas palabras fuesen un idioma hecho para sus ojos.

La punta de su pulgar reconoció esa palpitación insistente, estremeciéndose desde los huesos al retorcer el botón en círculos, dando un sobresalto de la impresión dentro del agua. La temperatura la sofocaba. Atendió uno de sus pezones con la mano libre, estremeciéndose cuando solo sondeó alrededor del nervio, dando toques efímeros que se convirtieron en un pellizco placentero.

El cuero fundido en sus fibras apestaba a excitación.

Se reprochó por no haberle dado acceso a su cuello entonces, por no rogar cuando la oportunidad permanecía vigente en sus manos. Ahí, en sus pensamientos, Jace podía ser tan osado como era lo quisiera, frotando su entrepierna dura y orgullosa detrás de los pantalones contra su trasero, aprovechando la proximidad para sentirla temblar, exhalando como una bestia digna de reclamar, dispuesto a elegirla para ser suyo.

Su feminidad estaba empapada, palpitante y sensible, un escalofrío recorrió su columna cuando un nuevo recuerdo se instaló en su memoria; Jacaerys dejándose someter por ella. ¿Él habría disfrutado de la derrota? ¿De ser domado como un dragón? Siempre mirándose a los ojos como si alguno de los dos pudiera comunicar sus más profundos deseos al otro a través del silencio. Se sentía tan mal, tan frustrada.

¿Sus dedos habrían sido más inexpertos que los suyos? ¿Siquiera habría osado a aventurarse entre sus piernas? Visenya podía hacerlo por él, enseñarle a tocar, a deslizarse entre sus labios mientras besaba su nuca y delineaba su centro, disfrutaría cada punzada de dolor con gusto. Gozaría la sensación de vencerse contra su pecho, aferrándose a sus brazos para abrirle las piernas, lista para recibir más de él y ayudarlo a presionar esa protuberancia inflamada que se sentía tan maravillosa, anhelando con locura cada caricia.

Sus ojos dilatados revolotearon por el techo de su dormitorio, mordiéndose el belfo inferior cuando un tirón se pronunció con especial urgencia en su vientre bajo, latiendo, su mojado interior se estrechó alrededor de la nada, invitándola a introducir la punta de un dígito. Echó un vistazo al borde de la tina cuando la vergüenza golpeó sus mejillas, abochornándose ante la imagen obscena detrás de su mirada; su hermano alzándole las rodillas para apretarlas contra su pecho, empujando sus dedos, retorciéndolos dentro de su vagina y frotando repetidamente de su sensibilidad hasta escucharla gemir. Jacaerys soltaría un gruñido en su oído, mostrándole como follar su empapado y hambriento coño apropiadamente, dándole instrucciones más que precisas y haciéndole comentarios absurdamente vulgares.

La clase de siseos graves que brotarían de sus labios hinchados después de succionar marcas en su cuello con un sentimiento posesivo retumbando en su torso, exigiéndola como suya, como un derecho al trono que él podía permitirse reclamar, una propiedad solo para tomar.

Asfixió un jadeo con la boca entreabierta, lanzando un agudo quejido en cuanto sus dedos demostraron no dar todo su esfuerzo, no como su imaginación necesitaba que retratara la rudeza de aquellas falanges ásperas tocando su fondo, donde necesitaba ser acariciada, empujando sin parar. Podía ver a Jacaerys llevarse las yemas cubiertas de humedad a la lengua para saborearla y devolverlas abundantes en saliva a donde pertenecían; dentro suyo. Tan adentro que se sentiría vacía sin él.

Su cuerpo entero sufrió de un espasmo delicioso, tensándose a la orilla de su liberación cuando esta retrocedió por primera vez. La mano que antes mimaba su pecho apretó con fuerza el borde de la tina, arqueando la espalda ante el abandono. Podía usar la sombra de su boca besando su cuello para imaginarlo alrededor de su pezón, chupando ávidamente, dedicándose a deslizar un segundo y tercer dedo, reducido a darle más de aquel placer hilarante.

El cansancio de volar, caminar por la playa, luchar por dominarlo esa misma mañana, sumada a la tensión de sus hombros cuando Jace cometió el exabrupto de besarla había drenado cada gota de energía. Necesitaba aliviarse de alguna forma.

A su hermano no le habría importado, quizá sus mejillas adquirirían uno o dos tonos de rojo carmín pero encontraría la piedad para disculparla por dar pie a tales pensamientos. Era noble, era mucho mejor que ell...

—¡Oh, Jace!

O tal vez no la perdonaría, quizá jamás volvería a dirigirle la palabra sin lucir avergonzado, pediría una habitación más alejada, una desde donde no pudiera oírla gritar su nombre nunca más bajo los efectos de la obscenidad.

Añoraba tanto alcanzar esa increíble agonía que sus caderas correspondieron a los estímulos, meciéndose contra su mano, rogando porque de alguna manera sus dedos fueran más largos, más robustos que los suyos, más ásperos y más callosos. El agua estaba chapoteando por los bordes, balanceándose dentro de la tina. Los jugos en su intimidad eran ciertamente diferentes; pegajosos, dulces y cálidos, hechos para que Jacaerys girara sus dedos dentro, para que entrara uno más y abrir bien sus pliegues para él.

Su botón estaba palpitando dolorosamente, hormigueando y presionando.

O bien, quizá él se sentiría atraído por el modesto espectáculo de piel, se colaría dentro de sus aposentos para ver con sus propios ojos como balbuceaba su nombre, jodiéndose a sí misma porque estaba demasiado caliente para alejarlo de sus fantasías.

Como fuera, hacerlo partícipe no colmaba sus expectativas, era francamente ridículo. Jacaerys Velaryon era demasiado irreprochable como para mancillar la doncellez de su querida hermana, había nacido para proteger a cada uno de sus hermanos; mantener su honor intacto era una de sus tareas como heredero.

Aun así, no pudo evitar abochornarse ante la ilusión de convertirse en algo para disfrutar. De no haber conservado la cordura, se habría vestido con una bata delgada y se habría escabullido dentro de sus aposentos para intentarlo.

Sus parpados temblorosos apenas le permitieron rodar los ojos hacia atrás, sollozando su nombre con la lengua pesada una vez que su anular dio con ese punto sensible e inflamado retorciéndose dentro, fue difícil pero estaba ahí. Las yemas del príncipe se habrían curveado perfectamente para apretar ese lugar una y otra vez, entrando y saliendo cada vez más rápido, resbalando entre sus labios, usando palabras sucias y jadeos roncos para llenarla con sus dígitos, besando el contorno de su oreja, enseñándole a tocar.

¿Jacaerys había sido instruido en ello? Daemon seguro no dejaría a su hijastro rondar por Rocadragón sin darle un buen sermón al respecto, probablemente ya lo había arrastrado a alguno de sus burdeles para comprarle una virgen que desflorar, estaba en edad. O pronto lo estaría.

Visenya era virgen. Su carne jamás había sido palpada por la mano de un caballero, no más que para pelear o ser atendida por el maestre. Todavía era demasiado joven para abordar el tema pero a su debido tiempo se le ofrecería una unión ventajosa, contraería nupcias bajo el consentimiento de su madre, una futura reina, la fe y sus admirables costumbres. Después, sería su deber complacer al afortunado hombre capaz de consentir sus necesidades como princesa.

Lo reflexionó un instante.

¿Podría su madre aprobar un matrimonio con su propio hermano? No era descabellado, su tío y tía–hermano y hermana–estaban casados. Eran Targaryen, de la sangre del dragón.

Aunque, por supuesto, sabía cuán imposible...

Ngh.

Sus belfos se cerraron y sus pupilas se dilataron, enfocándose alrededor de la nada misma. Un intenso escalofrío rezagó en sus extremidades, convertida en nada más que un manojo de nervios iluminados, apretando las rodillas y frunciendo los muslos conforme el nudo en su estómago se enredaba más y más, tirando por ambos extremos, ambos tensos en las manos de Jace cuando un calor abominable e indescriptible inundó poro a poro de su piel. Su cuerpo se derritió en el agua caliente, lanzando un chillido agudo desbordado de placer y titubeos. Su espalda se relajó contra la tina, hundiéndose hasta los hombros dentro del agua.

Pudo sentirlo, como estrechaba sus propios dedos, tan apretado y cálido, ordeñando cada gota de vacío, liberándose de manera desvergonzada en su ducha con el nombre del heredero prendado a su lengua, incapaz de articularlo con la poca claridad que esclarecía su mente.

La noche había oscurecido su recámara, la tenue luz de una antorcha se deslizaba debajo de la puerta principal.

Se preguntó si alguien además de los escuderos que resguardaban su seguridad la habían escuchado entregarse a una indecencia tan ruidosa. Su madre la había criado para no avergonzarse, de haber recibido otra educación, se habría desmayado al pensar que la mención de su hermano mayor podría traerle problemas, tan nublada en su inmensa lujuria para darle crédito a cualquier otro hombre en su vida.

Desde luego, no existía noble, vasallo o súbdito con la autoridad suficiente para juzgar a una princesa por una diversión inocente. No mientras fuera hija de la heredera directa.

Entumecida por la asombrosa sensación, sus dedos permanecieron entre sus pliegues hasta que reunió la voluntad para deslizarlos fuera. Un estremecimiento agradable nació en su pecho, enjuagándose la liberación de los nudillos hasta que la única evidencia se hallaba entre sus piernas, hinchada y punzante. No estaba satisfecha en lo absoluto, su coño dolorido continuaba suplicando, sin semilla ni rastro de haber sido saciada.

Cada vello en su piel se encontraba erizado desde la raíz, descansado en el interior de su tina hasta que los calambres desaparecieron, aún tan urgida por una segunda vez.

Tal vez una para la que Jacaerys podría decidir si participar o no.

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