Reconciliación

By zelHerreraP

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Anahí había tratado de olvidar que seguía casada con Alfonso Herrera. De recién casados, los había consumido... More

Capítulo 1
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12

Capítulo 2

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By zelHerreraP

Hacía una noche muy agradable. La suave brisa proveniente del mar acarició a Anahí cuando salió del coche y se dirigió hacia la entrada del hotel.

Se había vestido para matar, aunque solo ella sabía el tiempo que había pasado seleccionando y descartando ropa, eligiendo un traje para salir victoriosa.

Alfonso la vio entrar.

«Negocios», se dijo en silencio al ver el estiloso traje de chaqueta negro. El corte del traje, el largo de la falda a media pierna, las medias negras que mostraban unas piernas bien torneadas de tobillos finos acentuados por los zapatos de tacón de aguja. Las únicas joyas que llevaba eran: un diamante colgando de una cadena fina de oro y un sencillo diamante en cada oreja.

¿Se daba cuenta Anahí de lo bien que él la conocía? Sabía las pequeñas señales que indicaban su talante: la forma en que se había recogido el pelo, el maquillaje perfecto, la altivez de su barbilla...

Era una fachada, solo una fachada que él había sido capaz de derrumbar con facilidad. Recordaba a la perfección, la sencillez con la que ella se derretía ante sus caricias.

Recordaba la suavidad de su pelo al introducir los dedos, su boca evocadora esperando la de él... La pasión salvaje que habían compartido, elaborando un camino de satisfacción mutua, era mucho más de lo que había tenido jamás con ninguna otra mujer.

Notó el momento en que lo vio y observó el leve enderezamiento, la manera en la que sus manos aferraron con fuerza el bolso. Su paso no vaciló al avanzar hacia él.

—Alfonso —saludó con educación, casi frialdad. «Toma el control», le advirtió una vocecita—. ¿Vamos dentro?

«Hielo y fuego», pensó él. Una combinación que nunca dejaba de intrigarlo.

—¿Estás deseando acabar rápido, Anahí?

Su mirada se encontró con la de él y la sostuvo.

—Preferiría que esto durara poco —afirmó ella de manera civilizada.

—¡Qué sinceridad! —exclamó él con sorna.

No hizo el más leve intento de tocarla, pero su cercanía ya era suficiente para notar el calor de su cuerpo y el aroma sutil de su colonia. Eso por no mencionar el aura de poder que portaba como una característica innata.

Estaba esperando el momento oportuno, decidió ella con un toque de amargura. Esa noche era solo una indulgencia. Una formalidad social para intentar crear un ambiente de mutuo acuerdo en el que poder convivir durante el próximo año.

Él no tenía nada que perder; sin embargo, ella...

«No pienses en eso», se apremió en silencio mientras entraban en el restaurante.

Ella le dejó elegir el vino mientras recorría con la mirada el menú, pidiendo, después de una cierta deliberación, una ensalada.

—¿No tienes hambre? —le preguntó mientras ella le daba un sorbo a su excelente Chardonnay.

Anahí se enfrentó a su mirada con tranquilidad.

—No mucho —respondió mientras su estómago parecía dar saltos mortales, y esos movimientos no eran los más apropiados para una buena digestión.

Le dolía que todavía pudiera causarle ese efecto. Y lo que era peor, que con una sola mirada, su pulso se le aceleraba.

¿Lo notaría él? Esperaba que no. Había pasado la vida entera aprendiendo a enmascarar sus sentimientos. A sonreír y a pretender que era inmune a los comentarios ácidos que sus dos madrastras y sus dos hermanastros le habían dedicado a la menor oportunidad.

No le resultaba difícil adoptar una fachada; lo hacía cada día de su vida.

Profesionalmente. Emocionalmente.

—Acabemos con esto, ¿vale?

—¿Por qué no te acabas la comida primero? —sugirió él con voz aterciopelada. Anahí tomó algo con el tenedor, pero luego lo dejó sobre el plato.

—He perdido el apetito.

—¿Quieres más vino?

—No, gracias —respondió cortés. Era esencial que estuviera completamente lúcida.

¿Por qué tenía que ser el tan masculino? Lo estaba viendo saborear la comida como saboreaba a las mujeres. Con cuidado, disfrutando, con satisfacción.

Había algo increíblemente sensual en el movimiento de sus manos y solo tenía que mirarle a la boca para imaginar qué sentiría al tenerla sobre la suya. Él sabía cómo volver a una mujer loca.

«Céntrate», se amonestó en silencio. «Esto no va por ti, ni por Alfonso; se trata de los derechos sobre Puente».

—Tenemos que decidir en qué casa vamos a vivir —comenzó ella con firmeza. Él pinchó un suculento trozo de pescado.

—Por supuesto, tú preferirías tu piso. No podía ser tan fácil.

—Sí.

Alfonso la escudriñó con la mirada.

—La casa de Point Piper es más grande. Sería más conveniente que tú te trasladaras allí.

La sorprendía que todavía no hubiera vendido la mansión que habían ocupado durante los breves meses que duró su matrimonio. Una obra de arquitectura construida sobre una ladera de roca que consistía en tres niveles con terrazas y jardines ornamentales, una piscina y unas magníficas vistas del puerto.

También tenía demasiados recuerdos.

—No; no lo sería.

Alfonso dejó sus cubiertos sobre el plato y se apoyó en el respaldo.

—¿Tienes miedo, Anahí?

Ella lo miró con detenimiento, observando su mirada fija, aparentemente relajada; pero engañosa.

Alfonso Herrera poseía una mente despierta y un instinto asesino. Cualidades que le había concedido un inmenso respeto por parte de sus amigos y también de sus enemigos. En el mundo de los negocios y entre la elite de la sociedad.

Fue esa actitud despiadada la que llamó la atención de Kevin Puente que se vio en Alfonso a sí mismo: alguien que sabía lo que quería y que no paraba hasta conseguirlo, sin importarle qué o quién se interponía en su camino.

—¿Hay algún motivo para que lo tenga?

—Tienes que saber que tu bienestar es muy importante para mí.

—Si eso fuera así, habrías rechazado tomar parte en este juego.

—Le di mi palabra.

—¿Y eso es todo?

—No te pega ponerte cínica.

Anahí tomó su vaso de vino y dio un sorbo.

—Perdóname —dijo sin el menor síntoma de arrepentimiento—, lo aprendí desde muy pequeña.

—¿Por qué no pides postre? —preguntó él sin importarle el fuego de sus brillantes ojos verdes.

Ella tomó aliento en un intento de controlarse.

—Tenemos que llegar a un acuerdo.

Alfonso deslizó una mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo un sobre abultado que dejó sobre la mesa, enfrente de ella.

Anahí lo miró con sospecha.

—¿Qué es eso?

—Un control remoto para la verja de la entrada y las llaves de mi casa. Estaba demasiado seguro de sí mismo.

—Eres un poco presuntuoso, ¿no crees?

—Práctico —la corrigió él.

—Arrogante —aseguró ella—. ¿Qué pasaría si insisto en que nos vayamos a vivir a mi piso? —preguntó acalorada, odiándolo en aquel momento.

—¿Realmente quieres tenerme en el dormitorio contiguo al tuyo? ¿Que compartamos el mismo comedor? En un piso más apropiado para una persona que para dos.

—Tú no sabes nada sobre mi piso —replicó ella y vio que él enarcaba una ceja.

—Yo soy el responsable de las reparaciones y la rehabilitación de ese piso. Ella le lanzó una mirada incrédula.

—¿Y ahora me dirás que era tuyo? Alfonso ladeó la cabeza.

—Culpable.

Si lo hubiera sabido, nunca lo habría comprado. Sus ojos se empequeñecieron. Pensándolo bien, había sido su padre el que le había hablado del piso. Cerca de un mes después, ella dejó a Alfonso.

Él notó cómo las emociones encontradas cruzaban sus facciones antes de enmascararlas con éxito.

—Inversiones Mythos es una de mis empresas.

Por supuesto. Solo el nombre debería haberla alertado, pero, en aquella época, no se había fijado en otra cosa que en encontrar un lugar para estar sola.

La sospecha creció.

—¿Contrataste a un detective para que siguiera mis pasos? —preguntó muy seria.

Alfonso había contratado a un militar retirado cuyas instrucciones eran observar, proteger si fuera necesario y no dejarse ver nunca. Una operación que tuvo mucho éxito, reconoció Alfonso para sí mismo.

Su silencio era más elocuente que las palabras.

—Ya entiendo.

—¿Qué es lo que entiendes? —preguntó con voz calmada.

Demasiado calmada, como la calma que precede a la tormenta. Algo que decidió ignorar.

—Que dos hombres han decidido manipular mi vida —respondió con furia—: mi padre y tú —exclamó mientras tomaba el vaso de agua y por la mente le cruzó la idea de arrojárselo a la cara.

—No lo hagas —le advirtió él con suavidad.

Ella sabía que eso le produciria una gran satisfacción, pero también, que era una estupidez de llevarlo a cabo.

—¿Lees la mente de la gente?

—La tuya sí.

Tomó aliento y dejó el vaso despacio sobre la mesa.

—Los informes sobre mis movimientos habrán sido increíblemente repetitivos —comenzó a decir ella.

—Mucho trabajo, reuniones sociales. Un par de amigos, ninguno de los cuales se quedó a pasar la noche.

—¿Cómo te has atrevido? —preguntó, notando que la furia la invadía—. Eso es invasión de la intimidad. Debería denunciarte.

Su mirada no se inmutó.

—Solo era protección.

—¿Lo sabía Kevin?

—Lo hablamos. Traidores, los dos.

—¡Dios mío! —exclamó ella—. ¡Tengo veintisiete años, no diecisiete!

—Tú eres la hija de un hombre muy rico y...

—¿La mujer separada de alguien que es casi igual que mi padre? —terminó con amargura.

—Sí.

—Te odio.

Él se encogió de hombros imperturbable.

—Pues ódiame. Al menos, es un sentimiento. Anahí estaba bullendo. Su enfado era palpable.

Él se dio cuenta de que tenía los puños tan apretados que se debía estar clavando las uñas en las palmas. Los nudillos blancos mostraban su lucha por recuperar el control.

—Si te marchas ahora, solo retrasarás lo inevitable —le advirtió él, con amabilidad —y tendremos que repetir la salida.

No ayudaba nada saber que él tenía razón.

—No me gusta esto. Nada de esto.

—Pero quieres Puente.

Era una afirmación que no iba... que no podía negar.

¿Por qué convivir durante un año con él, que había sido su marido, entrañaba tantos problemas? Los dos eran adultos. Los dos tenían muchas obligaciones laborales e intereses separados. Con un poco de suerte, no se verían mucho.

Una risita amarga nació y murió en su garganta. ¿A quién pretendía engañar?

Anahí miró el sobre abultado, después, levantó la cabeza y se enfrentó a la mirada enigmática de él.

—No voy a compartir ninguna habitación contigo. Sus miradas chocaron, el verde brillante y el negro.

—No creo habértelo pedido.

Su voz era fría, casi como el hielo.

—El viernes —afirmó ella. Era el séptimo día, tal y como decía el testamento—. Por la noche —especificó.

—No llegaré a casa hasta tarde. Ella levantó una ceja con desdén.

—No veo cuál es el problema.

Alfonso hizo una seña al camarero y pidió café.

—Yo no tomaré.

Tenía que marcharse de allí, alejarse del hombre que una vez había tenido su corazón en sus manos.

Fuera lo que fuera a lo que tuviera que hacer frente, lo haría el viernes. Pero, por el momento, quería estar tan lejos de él como fuera posible.

Con movimientos lentos, se puso de pie y tomó su bolso. Alfonso se puso de pie de un salto y la agarró de la muñeca.

—¿Qué se supone que estás haciendo? —preguntó enfadado.

—Me parece que es obvio.

El camarero salió de ninguna parte, aceptó el dinero que Alfonso le dio y sonrió agradecido por la considerable propina. A Anahí no le quedó otra alternativa que permitirle que la acompañara.

En cuanto llegaron a la puerta, intentó librarse de su mano, pero no lo consiguió.

—Si no me sueltas la mano voy a gritar —lo amenazó ella a media voz.

—Hazlo —le contestó él imperturbable—. Me imagino que una mujer histérica llamará bastante la atención.

—Eres el hombre más insoportable que he conocido en mi vida. Su risa tranquila fue demasiado.

—¡Vete al infierno!

—No me obligues a llevarte allí conmigo —amenazó él con una peligrosa suavidad en su voz.

—No quiero nada contigo. Y punto.

—¿Es eso un reto?

—Una afirmación.

—Un año, Anahí. Quizá podríamos intentar una tregua. Ella le dedicó una mirada salvaje.

—Me temo que no sería posible.

—Inténtalo —la animó sucinto.

Anahí abrió su bolso de mano y sacó un manojo de llaves.

—Mi coche —dijo señalando al Porsche blanco aparcado en la esquina.

—¿Te quieres salir con la tuya?

—Sí.

—Quizá yo debería seguir tu ejemplo.

Agachó la cabeza y tiró de ella para acercarla a su cuerpo.

Ella abrió la boca para protestar, pero no consiguió que saliera ninguna palabra antes de que él tomara posesión de sus labios. El beso le alcanzó directamente al corazón y despertó en ella algo largamente dormido.

Sin poder evitarlo, su cuerpo se pegó al de él, saboreando, durante unos breves instantes, el sentimiento de encontrarse en casa.

Su lengua la acarició con suavidad, la exploró, después, se enredó con la de ella.

¡Dios santo! ¿Cómo podía estar tan necesitada?

Con un quejido, separó su boca e intentó poner distancia entre ellos. Su desconcierto era evidente.

Él le acarició la mejilla con el dorso de la mano.

—Química —rechazó ella, intentando sonar práctica. Sus ojos eran oscuros, su expresión indescifrable.

—¿Eso crees?

Le quitó las llaves de la mano, desactivó la alarma del coche y abrió la puerta.

Después, le devolvió las llaves y se apartó para que pasara.

—El viernes, Anahí.

Como si necesitara que se lo recordara.

Con un brusco movimiento, arrancó el motor del coche y se marchó de allí a gran velocidad.

Apenas tuvo tiempo de cambiar de marchas porque enseguida llegó a su piso.

Unos minutos más tarde, ya estaba segura en el interior de su casa.

No era tarde, solo las nueve de la noche; demasiado temprano para meterse en la cama. Jugó con la idea de llamar a algún amigo para salir a tomar una copa y charlar un rato. Pero cualquiera querría saber qué le sucedía y las preguntas eran algo que prefería evitar.

Se desvistió, se puso una camiseta enorme, se quitó el maquillaje y se enroscó en un sillón cómodo frente al televisor.

Debió de quedarse dormida porque, cuando se despertó, notó que le dolía el cuello y tenía una pierna adormecida. Echó un vistazo al reloj y comprobó que eran más de las doce. Apagó las luces y se fue a la cama donde permaneció despierta hechizada por la huella de la boca de Alfonso sobre la suya.

Elegir la ropa le llevó muy poco esfuerzo. Una selección de prendas para la oficina, ropa informal y unos cuantos vestidos para alguna celebración de sociedad.

Anahí cerró las dos maletas, echó un último vistazo al piso y conectó la alarma de seguridad, cerró la puerta y llamó al ascensor para bajar al aparcamiento.

Había pocos kilómetros de distancia entre Double Bay y Point Piper y por mucho que lo intentó no logró controlar la tensión nerviosa que la invadía por tener que volver a la casa de Alfonso Herrera.

Anahí detuvo el coche, abrió la verja de hierro con el mando a distancia y recorrió el camino serpenteante hacia la preciosa casa de tres pisos.

«No entres ahí», le susurró una vocecilla interior.

La disciplina era una especialidad que había aprendido a dominar cuando era pequeña. Sin embargo, no tenía nada para luchar contra las emociones que asaltaban su mente y su cuerpo.

El amplio pórtico enmarcaba una impresionante entrada con una puerta ornamental doble protegida por un sofisticado sistema de seguridad.

Un matrimonio iba cada día a limpiar y a arreglar el jardín, pero ya debían haberse marchado hacía horas, pensó Anahí al entrar en el vestíbulo.

La casa estaba en silencio y era imposible librarse de la sensación de que ya había vivido aquella escena.

La luz del atardecer iluminaba la vidriera del techo enviando reflejos rosas y verdes por el suelo de mármol y por las amplias escaleras que conducían al piso de arriba.

A su derecha había un salón y un comedor enormes; a la izquierda, un estudio, una sala de estar, un comedor más pequeño y la cocina.

En el sótano había instalado un gimnasio con sauna y una piscina cubierta con acceso a uno de los jardines.

En el piso superior había cinco dormitorios con baños completos.

Toda la casa estaba amueblada con mucho gusto y tenía unas magnificas vistas del puerto marítimo.

Durante unos pocos meses, había sido su hogar. Un lugar donde habían compartido el amor, la alegría y una gran pasión.

Al volver al espacio de Alfonso, la tensión se apoderó de todo su cuerpo. Pero ¿qué otra alternativa tenía? Ninguna si quería el control sobre Puente, pensó Anahí al llegar a las escaleras que conducían al piso de arriba.

¿Dormiría Alfonso en la habitación principal que habían compartido? ¿Se habría cambiado a otra de las habitaciones?

Seguía en la habitación principal, se respondió unos minutos más tarde. Su ropa estaba allí y un surtido de cosas para el aseo llenaba el baño de mármol.

Dirigió una mirada sobre la cama enorme e intentó acallar los latidos frenéticos de su corazón.

¿Cómo podía aguantarlo? ¿Cómo podía haberse quedado en aquella habitación, en la cama que había compartido con ella?

Un dolor le encogió el estómago y se volvió de manera brusca para ahuyentar los fantasmas de su memoria.

Control. Ella sabía que tenía de sobra, pero ¿durante cuánto tiempo?

Un diablillo malvado le sonrió cuando eligió la habitación en el otro extremo del balcón. Ella sabía que allí había un escritorio ideal para dejar su ordenador portátil.

«Muévete, deshaz la maleta, date una ducha, comprueba tu correo electrónico y vete pronto a la cama», se exigió en silencio.

Eran casi las diez cuando el hambre le hizo recordar que no había cenado. Solo había comido un sándwich en la oficina y su estómago estaba protestando. Desde luego, un sándwich no era un alimento muy consistente, decidió mientras se dirigía a la cocina para asaltar el frigorífico.

Un poco de jamón y una taza de té bastarían. Casi había acabado cuando oyó la puerta principal.

No había manera de escapar escaleras arriba sin ser vista, por lo que ni siquiera lo intentó. La vaga esperanza de que Alfonso ignorara las luces encendidas murió al verlo entrar en la cocina.

Su sola presencia alteró sus sentidos e hizo que su compostura corriera serio peligro. Era una mezcla dramática de sexualidad primitiva y poder latente que tenía un efecto letal sobre la paz de cualquier mujer, especialmente la de ella.

Sospechaba que él lo sabía, con solo mirarla, sin importar sus esfuerzos, por esconder sus sentimientos.

—¿Un tentempié o te saltaste la cena? —preguntó Alfonso con amabilidad cruzando la habitación para acercarse a ella.

Se dio cuenta de la camiseta grande que llevaba, las piernas desnudas y los pies descalzos. El pelo se lo había recogido en una coleta. Su imagen era la opuesta a la de una ejecutiva.

—Has vuelto temprano.

—Estás evitando la pregunta.

Anahí levantó la taza y dio un sorbo.

—Las dos son ciertas —le informó lacónica.

Él se aflojó la corbata y se metió las manos en los bolsillos de los pantalones. Anahí parecía exhausta y tenía profundas ojeras. No era difícil imaginarse que debía haber dormido poco durante las últimas noches. ¿Por la ansiedad que le provocaba su futura convivencia forzada?

—¿Quieres que hablemos del tiempo?

Él parecía vagamente peligroso. Ella intentó convencerse a sí misma de que ese pensamiento era una tontería. Pero la sensación estaba allí: en su apariencia, en su mirada relajada y engañosa. El instinto la avisó de que fuera con cuidado. Sin embargo, era presa de un duendecillo malvado que la lanzaba hacia el enfrentamiento.

—¿Qué tal tu cita... perdón, cena? —se corrigió de manera deliberada. Él levantó una ceja con deliberado cinismo.

—¿Por qué supones que estaba con una mujer?

—Solo una sospecha. Por el número cada vez más elevado de mujeres en el mundo de los negocios...

—¿Y mi inclinación por las mujeres?

—Bueno, tienes fama de eso —dijo ella con cinismo.

—No niego que haya tenido relaciones anteriores —dijo con una suavidad peligrosa—. Pero cada relación fue exclusiva y significó algo en su momento.

—Pero si tú no ofreces fidelidad. Ni fuera ni dentro del matrimonio.

Él no se movió, pero a ella le dio la sensación de que estaba mucho más cerca.

—¿Quieres que te repita algo que te niegas a creer? —preguntó con suavidad. El aire entre ellos estaba cargado de electricidad.

—¿Para qué vas a molestarte? —rechazó ella con ironía, manteniendo su mirada sin temor—. Ya hablamos de eso hasta la saciedad en su momento y no llegamos a nada. No veo por qué habría de dar resultado ahora.

Su control era admirable, pero sus ojos oscuros eran fríos como la noche.

—¿Si yo te hiciera la misma pregunta al volver de una cena de negocios cuál sería tu respuesta?

Ella no lo dudó:

—Piérdete.

—Muy elocuente.

Anahí sonrió y se dirigió al fregadero donde tiró el resto del té.

—Olvidémonos de las conversaciones triviales —dijo enjuagando la taza y metiéndola en el lavavajillas—. Ciñámonos a los «buenos días» y «buenas noches».

—¿Crees que eso funcionará?

¿Por qué tendría la sensación de que él estaba un paso por delante de ella?

—La otra alternativa es la guerra.

—Las batallas se ganan y se pierden.

Ella le dedicó una mirada, analizando lo que había dicho. En ese caso, no se trataba de ganar o de perder, sino de cómo se iba a jugar el juego.

—Muy interesante.

—¿A que sí?

Ella le dio la espalda y se dirigió hacia la puerta.

—Buenas noches.

—Que descanses, pedhaki mou.

Su apelativo cínico retumbó en su mente mientras subía las escaleras. Incluso, en la seguridad relativa de su habitación, el tratamiento cariñoso resonaba como un hechizo.

Tardó bastante en conciliar el sueño hasta que el agotamiento se apoderó de ella.

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