Besos intermitentes [17]

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—No, quizá quiere hablar contigo a solas. Aunque lo del puente peatonal es sospechoso. El otro día intentó suicidarse, aunque...

Silencio.

—¿Jimmy?

«Ya te ha colgado la llamada», me avisa Cerati.

Miro el teléfono y confirmo que Jimmy me ha colgado. Un pensamiento aborda mi mente: Jimmy corriendo apresurado para subir el puente peatonal del bulevar 3y10, chocando sus hombros contra los hombros de otros extraños, lágrimas desprendiéndose del borde de sus ojos como en un anime dramático o un dorama cursi, gritándole a Emanuel desde muy lejos que no lo haga. «¡Emanuel, te apreciamos, te queremos. No lo hagas!» A varios metros de ahí, Emanuel ha tomado su decisión; cierra los ojos y se deja caer como un muñeco de trapo, inanimado y fofo, desde una altura respetable para enseguida ser atropellado y golpeado, una vez tras otra, por los autos furiosos del bulevar. «¡Emanuel, noooooo!». Es un NO infinito, que se repetirá en la cabeza de Jimmy hasta en las noches más tranquilas.

No es una muerte muy original, al menos no equiparable a las que he imaginado para Emanuel.

De pronto siento que debería estar ahí y ser parte de la escena. Después de todo, si una tontería así —una tontería muy terrible— llegara a suceder, alguien tendría que llamar a una ambulancia, a algún familiar. Jimmy estaría en shock para poder hacerlo. Y no dudo que un extraño se ofrezca a hacerlo, pero mejor que un amigo cercano sea quien lo haga, además tendré que servir de apoyo moral para Jimmy después de lo que ha tenido que presenciar.

Mientras tomo mi cartera de la mesa de noche, escucho una risita proveniente de la cama; ahí están esos tres, riendo con un deje de ironía, un chiste interno entre ellos. Tus amigos son todos unos personajes, eh, suelta Bunbury.

—Espero puedas reunir de nuevo a la banda. Puede llegar a ser una gran banda. —Saúl Hernández está recargado en la base de la cama, con las nalgas sobre el suelo, relajado según él, como si hablara al aire de asuntos banales.

Cerati se mantiene callado, mirándome junto a la ventana con una seriedad retadora, casi juguetona: las cortinas se agitan suaves, ondulan como olas saladas, azules, aparecen y desaparecen, y él hace lo mismo. Todos hacen lo mismo.

Cuando bajo a la sala, descubro que mamá está ejercitándose en el patio, puedo escuchar la música fitness, la voz de la entrenadora y la respiración agitada desde aquí —«Vamos, resiste, una más, aguanta»—. Tomo las monedas que están sobre el mueble de la televisión, papá siempre deja el cambio en ese lugar después de pasar a una tienda de abarrotes para comprarse unas magdalenas de Bimbo y un chocomilk.

Con las monedas tintineando en el bolsillo, tomo un taxi que me lleve directo al bulevar. Paso todo el camino pensando en qué situación estarán Jimmy y Emanuel en este justo momento, me entretengo tanto a mí mismo que casi se me pasa la dichosa parada. Cuando estoy frente al puente peatonal, me doy a la tarea de buscar a Emanuel y a Jimmy. Hay puñados de personas, de rostros y voces caminando por las banquetas, subiendo las escaleras del puente y cruzándolo. Al subir la mirada, cubriéndome el sol con la mano, logro distinguir la cara pálida de Emanuel y sus mechones de un azul ya desgastado cayéndole por las sienes, más largos de lo que recordaba. Parece cansado y mira hacia abajo, hacia los autos que conducen frenéticos ante el semáforo en verde.

Ese idiota, creía que se tenía en tan alta estima que la mera idea del suicidio debía parecerle ridícula como mínimo. Me siento usado y desechado, como si todo el día que pasé junto a él —negándome a asesinarlo y acompañándolo en su estúpido drama— no hubiera servido de nada.

Subo con pesadez las escaleras del puente, como si tuviera un par de kilos extras encima: esquivo a personas y a vagabundos y a vendedores de dulces y cigarrillos. Camino con el entrecejo apretado, muy dispuesto a darle un puñetazo a Emanuel que por supuesto no le daré. Camino con decisión hasta que, al acercarme lo suficiente, descubro que Jimmy ya está aquí, junto a Emanuel. Los dos frente a frente. Jimmy con las cejas apretadas, una arruga triste atorada en el entrecejo, pero la mirada siempre comprensiva: sus brazos fuertes y tatuados en tensión, sin saber a dónde ir. Y Emanuel con su cara apretada de querer llorar, de no saber qué decir: veo que abre la boca, pero deben estarle costando las palabras. Las personas los esquivan como si fueran una roca incrustada en medio de su cotidianidad.

Hijos de SaturnoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora