El arte de la seducción

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Para Hugo Ramírez, ir al cine se trataba de un escape a la insidiosa realidad, como si pudiese transportarse al país de las maravillas a través de una pantalla en la que por el lapso de una hora (o más, dependiendo del film) ya no tenía que cargar con la pesada tarea de ser él mismo, y lidiar con sus problemas.

Las películas con explosiones sin sentido, argumentos huecos y entretenimiento barato, eso era lo que él necesitaba, tampoco buscaba alguna historia compleja envuelta en la más extraña técnica cinematográfica. Él no era un cinéfilo gourmet, como esos ciudadanos snobs que disfrutan contando lo especial que es su gusto al escarbar películas experimentales de al saber qué país -que nadie conoce- pertenecientes al cine culto.

Por todo esto y más, cuando los cines abrieron nuevamente sus puertas como catacumbas dispuestas a recibir almas frescas tras una pandemia que impidió el uso de espacios cerrados, Hugo se lanzó a una aventura suicida fílmica; poco le importaba exponerse al peligro, ¿un virus disperso en cualquier parte? ¡Daba igual! Su vida no podía detenerse, tal vez sería la imprudencia de la juventud la que le motivase a semejante locura.

Consultó entre sus amistades y uno por uno fue confirmando que nadie más estaba lo suficientemente desquiciado para acudir a las mortales salas de cine para disfrutar de una pandémica dosis de entretenimiento. Ante este obstáculo se vio inclinado a superar sus costumbres, pues nunca había realizado una salida de este tipo con la única y exclusiva compañía propia.

Los seres humanos, tan acostumbrados a salir a comer, a pasear, a correr, con acompañantes, en ocasiones se ven desafiados ante la total soledad. ¿Vale la pena vagar como un fantasma por los centros comerciales sin que nadie vaya de la mano? Hugo concluyó que sí, no necesitaba a otros para ser feliz, y si tanto añoraba ir al cine, lo haría con o sin compañía; podía ser feliz haciendo lo que le gustaba sin involucrar a terceros, así que sin temor a parecer un errante solitario -aunque en el fondo tal vez todos lo somos- se arrojó un sábado a las salas de Metrocentro, para disfrutar de aquella película tan esperada por la crítica, al tratarse de la nueva entrega del mítico director Nilan: Tanat.

El nombre de la película era extraño y en nada se relacionaba con la premisa de una historia errática y repleta de constantes viajes en el tiempo. Cuando Hugo entró a la sala dos, no era ninguna sorpresa que el local estuviera muerto; las catacumbas estaban totalmente disponibles para él, podría haber bailado una cumbia con total tranquilidad sin miedo a ser observado, si acaso algún trabajador se reiría con sus payasadas. Por algún fatigoso sentido de la honestidad, Hugo se dirigió a su asiento asignado, pues en la taquilla ya había comprado el boleto H7, y aunque podía sentarse en cualquier lugar, decidió abstenerse de generar un pequeño e inofensivo rastro de caos.

Como un suricato, volteó hacia diferentes direcciones: "Esto está muerto" susurró, mientras se acomodaba su chaqueta roja, que solo utilizaba para ir al cine. Totalmente relajado y distendido, se dio a la perezosa tarea de estirarse como un gato en su asiento mientras insoportables comerciales se reflejaban en la pantalla, sin aparente final para el todopoderoso marketing.

Hubiera sido una tarde de cine como cualquier otra, con la única particularidad de que la sala estaba vacía cuando aquella salida tomó un giro inesperado, de la mano de una muchacha que entró a última hora, cuando la película ya estaba por empezar y el ambiente se encontraba a oscuras. Entre la penumbra, Hugo distinguió a una joven con una falda corta decorada con patrones de cuadros en blanco y negro, y una camisa ajustada (también de color negro) que le daba un aire a fanática de las modas góticas, la cereza sobre el pastel era su pelo liso teñido de rojo que le llegaba hasta la mitad de la espalda.

Los ojos de Hugo ya se habían acostumbrado a la oscuridad y le llamó la atención que aquella única visita en la sala dos, tuviese una primera duda tras entrar; no revisaba su ticket para dirigirse hacia su asiento sino que hurgaba cual búho en toda la desolada sala, convertida en un océano negro y silencioso, hasta que su mirada chocó con la de Hugo, quien por un momento se incomodó, al verse descubierto en su curiosidad; el observador era observado.

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