Me voy a la Argentina

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En Pochomil, playa de sobra conocida en la región del pacífico, se reúnen numerosos adictos al mar. Sofocados por el inmisericorde calor de Managua, que bochornosamente convierte a todos los cuerpos en masas sudorosas y empalagosas, que se diluyen en la ropa; todos necesitan de un escape. Un viaje de fin de semana, se convierte en la cura ideal para este apocalíptico clima, por lo que manadas de bañistas se embarcan, no sin antes pertrecharse con suficiente cerveza, y comida, a ese paraíso donde la vida es más sabrosa.

Nuestros protagonistas, compuestos por un grupo de amigos del trabajo (el banco central) responden a un cuarteto de adultos jóvenes; Felipe, Alexander, José y el estrafalario Tom. Los tres primeros, contadores y especialistas en análisis de carteras de crédito, y el último, uno de tantos abogados del banco, encargado mayoritariamente de la pesada tarea de demandar y embargar a los morosos.

Los cuatro, se han reunido para una salida de «solo hombres», por lo que ninguno ha traído a su pareja. Ha sido toda una conspiración la que ha dado lugar a esta fuga de alcatraz, en la que bizarramente, uno de los integrantes, terminaría viajando a la Argentina; ese manicomio de adictos al futbol. A despecho de sus jefas de hogar, los cuatro mosqueteros se encuentran disfrutando de cervezas, sin que nadie les haga un abusivo conteo de cuántas llevan.

Es un festival de los que se saben lejos de sus tenaces supervisoras. En particular para el loco de Tom, quien sufre a menudo, a causa de su emperatriz del hogar. Este conocedor del Derecho, ha viajado con su flamante Harley Davidson 1200, una obra maestra de la ingeniería, diseñada para moverse con agilidad por las calles, y que tanto odia su mujer, quien considera a todas las motocicletas como engendros del demonio. Algo así como cachivaches infantiles y en extremo costosos e innecesarios.

Al contrario de la opinión, expresada por la todopoderosa dictadora del hogar (de Tom), quien gozaba de poderes plenipotenciarios, la tropa de muchachos vivía enamorada de aquella poderosa maquinaria que, pintada de color negro mate, era una maravilla rodante, en la que el aventurero Tom se lucía en las vías de la capital.

Los cuatro, estaban reunidos en un pequeño rancho, instalado directamente en la playa, con una infraestructura bastante básica; vigas de madera y hojas de palma. Era un pequeño negocio, en el que se ofrecían servicios de comida, llamado El bucanero. Allí, acostados en hamacas o en cómodas sillas, podían disfrutar de la vista, y tener por música de fondo, el eco del mar. Habían llegado a la hora del almuerzo, y tras un festín de sopas marineras, pescado, y mariscos variados, estuvieron entregados por horas a la alegre tarea de descansar.

Ahora, acercándose el ocaso, pronto la diversión terminaría. La efímera estancia en aquella playa del deseo, estaba por llegar a su punto final. Tal vez eso hiciese todavía mejor la experiencia, ya que, al estar conscientes de su momentaneidad, Felipe, Alexander, José, y Tom, debían de disfrutar cada minuto, y cada segundo todavía más.

Sobre todo, Felipe, el filósofo, estaba consciente de esto, pues hacía comentarios al respecto, afirmando que:

—Camaradas, hemos saboreado tanto esta tarde porque la brevedad nos fuerza a sacar lo mejor del día.

Alex respondió:

—Probablemente si diario pudiésemos estar en el mar, nos terminaríamos aburriendo—. Tras lo cual expulsó una risotada.

José, viendo que Tom se levantaba de su hamaca, rodeada de una gran cantidad de despojos pertenecientes a las bebidas alcohólicas, agregó:

—Y ni qué decir de comer pescado todos los días, llegaría a ser repugnante.

Los tres intercambiaban ideas, mientras que Tom, se dirigía a su moto, cuando de repente, como si estuviese durmiendo todavía, aseveró algo bizarro: «Me voy a la Argentina». Los demás, no le habían otorgado mucha atención a semejante sandez, tomando en consideración que estaban ubicados en el corazón de Centroamérica, muy distanciados de la tierra de José de San Martín; un país sudamericano —tan lejano— que requería de tres vuelos para llegar a su insigne Buenos Aires, ya no se diga cuánto tiempo sería necesario en un viaje a través de las carreteras del continente americano mediante motocicleta.

Para Alex, Felipe y José, se trataba de algún despiste, provocado por la influencia embriagante de las cervezas. Felipe, preguntó, con cierta curiosidad: «Por cierto, ¿cuántas cervezas lleva ya?». No hubo chance para que José o Alex, hiciesen sus números o contaran las latas que rodeaban la hamaca, porque un repentino rugido de una poderosa Harley les interrumpió, en una escena que dejó a todos los presentes en la playa, incluyendo al personal de El Bucanero y otros clientes, completamente atónitos.

Vieron a Tom, dirigirse velozmente al mar, atravesando la playa y avanzando sin que la arena le hiciese perder el control. De alguna manera, estaba completamente ebrio, pero conservaba cierta diabólica habilidad al volante, por lo que siguió derecho hacia el océano, que por las horas (el atardecer tomaba lugar, en algún momento entre las cinco y seis de la tarde), se encontraba con una marea más fuerte y próxima a la orilla, por lo que pronto su vehículo, comandado por un capitán kamikaze, se transfiguró en alguna especie de titanic que se hundía entre las marejadas. Lo siguiente, que todos pudieron ver, fue al capitán cayendo de su barco, en medio de gritos y movimientos alterados. Tom se estaba ahogando... En la orilla.

Lo próximo que supo Tom, fue que estaba en una hamaca, y que había sido rescatado por sus amigos, quienes le rodeaban, junto con varios curiosos. Su moto tuvo que ser salvada de las garras del mar, aunque ya parecía que el agua salada había realizado toda clase de averías por lo que estaba bastante afectada; era imposible encenderla.

A continuación, lo que sucedió fue una escena peripatética en la que el abogado lloró como si hubiese perdido el juicio más importante de toda su vida, mientras daba vueltas alrededor de su niña, caída en combate, con un paseo nervioso. Gritaba y gruñía, palabras inentendibles, y al mismo tiempo tocaba su moto, como si le diese la mano a un herido, o un moribundo, que merece un último contacto humano. A los diez minutos, se desmayó.

Después de los hechos narrados, cada vez que los cuatro mosqueteros se reunían en la playa, inevitablemente, todos repetían  —como buenos camaradas— la misma pregunta: «¿Tom, vas para la Argentina?», a lo que el aludido, manifiestamente enojado respondía: «¡No sé qué se tienen ustedes con Argentina!», como si hubiese olvidado los eventos de aquella tarde (o tal vez, en el fondo, voluntariamente decidiese hacer como si nada hubiera ocurrido).


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