Guardián

628 71 43
                                    

Un viento helado acariciaba las suaves crines de una melena albina y espesa, recorría como un arrullo adormecedor el pelaje ocre oscuro de un formidable animal en reposo: un gran león de alas emplumadas.

Sus sensibles orejas de felino recibieron el lejano eco de un canto melodioso, inducido por aquella voz sobrenatural se incorporó, con el ademán majestuoso de un rey consagrado. Mientras caminaba, sus flexibles y vigorosos músculos marcaron la superficie de su piel impenetrable.

Se acercó a un precipicio, desde aquella cumbre montañosa que era su hogar contempló el paisaje absoluto y maravilloso de la isla flotante, los diversos ecosistemas que constituían el dominio territorial del cielo: la Ciudadela de los ángeles.

Su visión prodigiosa, favorecida por la altura, capturó hasta los más mínimos detalles del extenso panorama celestial, los bosques, valles y lagos, e incluso más allá, aquel horizonte en donde se dibujaba la silueta arquitectónica de la ciudad angélica.

—¿Aysha? —dijo con una ostentosa voz gutural ablandada por el asombro.

Reconoció la melodía como el hechizo vocal de un miembro del Coro Angélico, llegó a la conclusión de que un acontecimiento de suma importancia había congregado a todos los seres alados. No tuvo que forzar la imaginación para adivinar de qué se trataba, había anticipado ese momento desde hace más de cien años, un anunciado presagio que solo era cuestión de tiempo.

Sin embargo, él hubiera deseado que no se cumpliera.

Apartó la mirada del horizonte y volvió sobre sus pisadas, repentinamente su expresión adquirió el matiz de una rabia ciega y sin dirección, una extenuante impotencia que corrompía sus rasgos felinos. Descendió por una ladera empinada y alcanzó con una destreza sobrehumana un pico más bajo y estable. Sus alas siderales se tendieron hacia el cielo, y con una violenta oscilación expulsaron la densa capa de nieve acumulada en aquella cima montañosa.

El presentimiento de la ruina le había hecho perder esa saludable calma de espíritu que mantuvo durante siglos.

Nayarit, pensó con un aire lleno de lástima, tú debiste morir.

La sombra del rencor nubló su pensamiento, perdido en el tejido ilimitado del tiempo, entre las entrañas de la historia del mundo, tratando de descifrar el curso de las cosas, el sentido de aquel advenimiento que condenaba el anhelado y firme equilibrio cósmico. El regreso del ángel supremo solo podía interpretarse como la perturbación de ese equilibrio, de esa armonía celestial que sostenía no solo la vida sino las estrellas.

Pero, ¿qué le había conducido a semejante conclusión?

Orslan, el guardián espiritual de la montaña más alta del planeta, detectó el sigiloso movimiento de unas criaturas detrás de las cumbres, un vago murmullo de voces crecía a costa del silencio. Indignado y sediento de paz, se dirigió a la fuente del ruido, atravesando una cresta rocosa que lo separaba de un sitio protegido por una fuerte pendiente. Llegó a una depresión cubierta de tupida neblina blanca, que ni los rayos de luz ni la brisa de las alturas podían traspasar.

Este era el valle de las Celéstidas, una región oculta del monte angélico, inaccesible para aquellos que dependían únicamente de la visibilidad del terreno para adentrarse en él, pues, su exploración exigía al mismo tiempo una audición y un sentido del equilibrio muy desarrollados.

Tras encarar el insondable campo nebuloso, Orslan confirmó que el molesto rumor procedía de allí, como un altercado que procuraba guardar las mayores reservas, pero que, para una bestia mágica como era él, de oídos enormemente sensibles, se convertía de forma inevitable en un barullo ruidoso y desagradable.

Arcángel de la guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora