Angeón

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El mediodía despuntaba con una serenidad muy exquisita.

Nayarit había recorrido aquel trayecto hacia sus aposentos con una fortaleza admirable dada la agitación de su espíritu. Las sirvientas que la acompañaron en diversos tramos del palacio apenas parecían ser capaces de soportar el peso de una belleza tan deslumbrante como la suya, y de cuando en cuando soltaban frases tímidamente halagadoras.

Una vez en la sala de estar que anticipaba su recámara personal se detuvo con un suspiro agotador. Se encontraba a oscuras, pues alguien había deslizado todas las cortinas y si no hubiese venido de afuera habría jurado que ya era de noche.

Con un movimiento mágico de manos encendió las lámparas que formaban un arco de media luna en torno al centro de la habitación, éstas emitieron una llama de turbio color azul y arrojaban sombras fantásticas sobre el piso alfombrado. Luego se acomodó arrodillándose en ese punto donde era posible ver todas las siete lumbres.

Movimiento, velocidad, salud, energía, poder, resistencia y presentimiento.

Operar un angeón de combate era como pilotar un avión, mirar al frente solo era decisivo cuando una situación de máximo peligro estuviese a punto de ocurrir, el resto del tiempo uno podía dedicarse al control sistemático de todos los mecanismos que favorecen el vuelo y verificar que ninguno arrojase un resultado anormal o preocupante.

Semejante sistema gobernaba su movilidad, por eso podría considerarse un vehículo autónomo, pues ejecutaba las órdenes de su controlador pero también tomaba sus propias decisiones con base en las lecturas que hacía del entorno.

Todo formaba parte de un calculado ritual de vinculación mágica que tenía por intermediario ese despliegue de lámparas cuyas luces sufrían cambios visibles cuando alguno de sus siete indicadores entraba en juego.

Nayarit cerró los ojos.

Sus músculos se relajaron hasta el adormecimiento para percibir plenamente el lento caudal de magia angélica fluyendo en su interior. Cuando supo que había alcanzado un estado pleno de concentración, levantó ambos brazos al frente como si sostuvieran unos mandos imaginarios de vuelo. Sus alas extendidas brillaron con la luminiscencia de una aurora polar, la prueba de haber completado exitosamente la fase de conexión.

Allá vamos, pensó, con el ansia golpeándole el pecho.

Al otro extremo de la ciudadela, una robusta y pesada máquina antropomórfica ensayaba sus primeros movimientos, cual estatua que de repente comprende que tiene vida propia. Era un androide mágico de tamaño considerable para cualquier ángel, pero más pequeño que Argant, el golem de batalla apostado en la plaza.

Iba acorazado con una armadura blanco platino y algunos componentes mecánicos de diseños angélicos. Por supuesto, aquellas alas metálicas funcionaban como piezas añadidas de protección física y no intervenían en sus maniobras aéreas, las cuales siempre se efectuaban con magia. Así como el vistoso nimbo de plata que cargaba detrás, evidentemente tenía un propósito defensivo que solo su magia podría activar.

 Así como el vistoso nimbo de plata que cargaba detrás, evidentemente tenía un propósito defensivo que solo su magia podría activar

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Arcángel de la guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora