Banquete

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Cuando las grandes puertas del palacio se cerraron, el ruido resonó en el iluminado interior.

Nayarit, conducida por la proclamada diosa de la belleza, cruzó el umbral adentrándose en una enorme estancia de bruñida superficie dorada. Era físicamente imposible no levantar la mirada hacia el abovedado techo que brillaba y relucía esplendoroso sobre sus asombradas cabezas.

La luz artificial de los altos candelabros añadía solemnidad al amplio espacio superior. Las dos figuras recorrían el pulcro y vasto suelo de pavimentos hexagonales, mientras atravesaban una colección de dinámicas esculturas que se erguían como un contingente de guardianes de las puertas.

—Son representaciones artísticas de los dioses del panteón, aquellos que siguieron los designios de la diosa suprema y establecieron el orden cósmico celeste en el mundo terrenal guiados por su infinita sabiduría.

Las figuras poseían apariencias imponentes que revelaban la grandeza y divinidad de los seres a quienes orgullosamente representaban, la mismísima Morfradite había sido inmortalizada en una de esas esculturas, y exhibía la singular belleza perfecta y celestial que le era propia.

Sin embargo, la impecable simetría que había en sus cuidadosas posiciones se perdía ante la ausencia de una estatua que hacía falta en un olvidado lugar del salón, alumbrado aún por las permanentes luces. No obstante, aquel efecto antiestético solo podía ser advertido por un observador muy exigente.

La mirada de Nayarit, un poco confusa al principio, fue manifestando una franca y reverencial admiración por las sagradas piezas que custodiaban aquel recinto inaugural del palacio. Para sus ojos, que no comprendían nada, se trataba de importantes evidencias históricas acerca de un pasado remoto que ansiaba desentrañar.

Pronto llegaron al ábside principal en donde descansaba la estructura más grande de la sala, y que, con total seguridad, correspondía a la deidad primigenia que todos los demás dioses rendían adoración y pleitesía.

La princesa de los ángeles estaba convencida sobre a quién pertenecía la identidad del monumento que tenía delante.

—Ella es nuestra diosa suprema, la inmensa Urania —declaró Morfradite, con un apasionado fervor.

Tallada en una piedra de deslumbrante blancura, la imagen de Urania ostentaba una increíble pureza en su aspecto a la vez formidable y temible. Enfundada firmemente en una robusta armadura que quizá había sido plateada o dorada, ella levantaba un peculiar artefacto mostrándolo a los que la enfrentasen directamente, no se sabe si como un arma o un valioso tesoro.

Maurielle, pensó Nayarit, su apariencia es la misma. Aunque nunca se le hubiese ocurrido que una persona como ella necesitara la sólida protección de una armadura para combatir a sus enemigos. ¿Qué es eso que trae en la mano? Parece un incensario litúrgico.

En efecto, aquel objeto colgaba de una cadena y parecía ejecutar el ademán de un balanceo, como lo haría un péndulo.

Otro detalle, y tal vez el más misterioso e inquietante, es que la habían representado con un par de majestuosas alas en la espalda. Los más hermosos atributos de los que podía presumir un ángel le pertenecían ahora a la más alta divinidad que existía en todo el cielo y la tierra.

Nayarit se preguntaba si Maurielle había sido alguna vez aquel ser encarnado en tal soberbia pieza decorativa. Parecía posible que en realidad poseyese todos los símbolos sagrados que le concedía el arte angélico. Después de todo, una de sus obras consistía en haber creado a los ángeles, como lo había confirmado el testimonio de Nixie.

—Nuestra diosa suprema, Urania —repitió Morfradite, extasiada— la hacedora de lo existente, condujo a los dioses por el camino de la civilización, en un mundo donde todo era hostil y barbárico.

Arcángel de la guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora