Prisionero

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Eric Ealsig, el joven barón de Casovor, volvía a su dormitorio tras haber estado en la bañera. Una fuerte esencia de limón y naranja perfumó el aire, pero las ventanas abiertas de par en par se la llevaron a cambio del débil fulgor de luz pardo en el horizonte.

La habitación en donde se hallaba era amplia, pavimentada de roble negro, y tan elevada que el techo podría pasar por la bóveda absidial de un templo. El mobiliario general era refinado, unos sillones y unos muebles que destacaban por un aspecto más decorativo que utilitario; pese al encanto, ciertos rincones lucían polvorientos y abandonados.

No así la cama, a la cual el barón se dejó caer de espaldas, con el torso desnudo y una toalla de algodón en la cintura. Miraba al techo, y alternativamente hacia afuera, el inmóvil ocaso del cielo en su ventana por encima de los edificios del distrito.

Contrario al atraso y la pobreza en que se vivía hace unos meses, hoy la ciudad crecía, lo hacía a paso vertiginoso, no solo demográficamente, pues una continua migración del sur y oeste del reino había expandido el control de los sectores antes marginales, sino también en el ámbito comercial. La demanda de más productos agrícolas y otras muchas cosas que los hombres necesitaban para subsistir hizo posible el surgimiento de grandes comerciantes que a su vez se interesaron en modernizar los distritos más prestigiosos.

Pero esto solo quería decir que a medida que Casovor prosperaba él perdía poder. Mientras una clase acaudalada se encargaba de convertir su baronía en una urbe con privilegios de metrópoli o de capital, él quien se supone era la máxima autoridad quedaba reducido a un ridículo símbolo ceremonial, un triste adorno para el protocolo sin ningún tipo de voz política o administrativa.

La ambición de individuos más ricos que él terminaría por aplastarlo, incluso antes de que un destino peor lo alcanzara, un destino que muchos presentían pero que solo él divisaba claramente como si escuchara a lo lejos la tormenta.

Se vistió con unas calzas y una túnica gris ceñida, cerró las cortinas, y se sentó bruscamente en el sofá. La luz de una lámpara evitó que se quedara por completo en la penumbra. Tenía un perfil bastante agotada y caído, como si hubiera regresado de una larga batalla. Por supuesto era solo una primera impresión, cualquier observador curioso admitiría que solo se trataba de un desgaste moral y emocional.

A veces hubiera deseado con el alma haber muerto en la frontera, durante el ataque de Alción a la marca de Veronia. Recordaba aquel hecho con una obsesionada claridad, al inicio los feroces intentos de derribar las murallas, luego la llegada del príncipe Valadius y, para terminar, el ataque de una misteriosa entidad que jamás conoció.

Hasta ahora.

Eric maldijo en silencio. No era momento para preocuparse por asuntos más allá de su comprensión. Lo cierto, lo concreto, era que necesitaba ayuda antes de ser sometido por el creciente poder de otros que ya empezaban a conspirar en su contra para arrebatarle el gobierno de su ciudad.

Pero, ¿qué podía hacer al respecto? Un título de barón o vizconde era insostenible para sus propósitos, necesitaba desesperadamente el apoyo del rey, su propia concesión de honores por haber servido en el ejército y dedicar la vida al progreso y auge de su territorio. Y si no era posible alcanzar un título nobiliario superior, le bastaba su palabra de que no permitiría que él fuese desacreditado y expulsado del poder.

La solución parecía tan fácil de asir, de pensar, incluso de llevar a cabo. No obstante, un obstáculo insuperable había aparecido de repente para desbaratar todos sus planes. Mitgalar, la capital, se hallaba en un estado difícil de describir, una situación insólita que había puesto en jaque a la misma realeza y hecho temblar los cimientos del gobierno absoluto del país.

Arcángel de la guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora