Epílogo: Somnus

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—Te amaré por siempre —dijo la voz draconiana de Ítalos en un hilo suave que asemejó a un arrullo.

Zuzum extendió su mano con cierto temblor y acarició sus escamas escarlatas. Ella pudo reconocer en sus ojos el brillo tintineante del chico de cabellos rojos y lamentó que no pudieran tomarse las manos o encontrar sus labios. Unas lágrimas de pérdida cruzaron sus mejillas.

La joven que había conquistado el corazón del fuego permaneció contemplando el cielo por un largo tiempo, en el punto dónde él había desaparecido y se había elevado hacia las nubes.

En los años que habían de venir, Zuzum volvería a sonreír, sus ojos volverían a fulgurar de felicidad al verse reflejada en los ojos celestes de un niño y volvería a ansiar el mañana con la esperanza abrigadora de un futuro bondadoso. Pero siempre habría ese momento en que una sombra de anhelo cubriría su mirada y la elevaría nuevamente hacia el cielo, a lo alto, a las nubes. Buscando un sueño que viviría y moriría con ella.

En los años que habían de venir, ella no iba a ser la única con un anhelo.

Manem creció con una ávida curiosidad por el mundo y su mente despierta podía visionar las cosas como ningún otro niño podía. A su corta edad, podía entender cosas que nadie le había explicado y cuando ignoraba algo, siempre encontraba algún libro que lo iluminara.

Él supo desde siempre que no era como los demás niños, intuyó que era especial y eso le dio cierta satisfacción. De alguna manera, le gustaba pensar que era diferente, que muchas reglas no se aplicaban con él y que algún día lograría algún bien en la historia del mundo. Él era suficientemente listo como para darse cuenta que aquellas pretensiones eran algo ingenuas, sin embargo, las creía.

Con aquellos sueños prematuros formándose en su cabeza, había una falta que siempre lo asediaba. A menudo se preguntaba por su padre. Sabía que tenía uno, que no estaba muerto como sus vecinos asumían al ver sola a su madre manejar un negocio fino de confección de vestidos. Sabía que su padre era alguien fuera de lo común, tenía que ser así. No había otra explicación para justificar que él pudiera jugar con el fuego sin quemarse o hacer que éste cambiara de color en varias tonalidades.

Su madre y su tío, Sefius, continuamente le narraban sobre su padre cada vez que él preguntaba. Pero aunque Manem se imaginaba a una persona espectacular, siempre se preguntaba por qué no estaba a su lado. ¿Por qué los demás niños tenían un padre a quién acudir y él sólo tenía historias?

Pudo darse cuenta que aquella falta también aquejaba a su madre. Ella no reparaba en ello pero Manem podía notar que a veces dejaba escapar un brillo especial en sus ojos de color miel, como alguien que espera algo que sabe que nunca sucederá. Y Manem comenzó a resentir a su ausente padre. Prefirió eso a lidiar con el sentimiento de que él en realidad nunca los había querido y los había abandonado a su suerte para vivir errante por el mundo.

Hasta que un día, su tío Sefius arribó temprano a su hogar. Le explicó atropelladamente que tenían que marcharse y su madre empacó un equipaje ligero para él. Manem entendió al instante que Sefius y su madre habían estado esperando ese evento, pero no lograba imaginar qué era lo que había acontecido. Su madre se despidió de él con lágrimas en los ojos y le hizo prometer que regresaría cuando las cosas se hubieran calmado. Manem no entendió qué sucedía pero se lo prometió.

En el camino, Sefius le explicó que debían iniciar un viaje, un largo viaje. Y que él tendría que instruirse en muchas cosas. Le dijo que existían personas que lo buscaban, que lo habían buscado por años y que sabían que él era especial.

—Sé que soy especial —le dijo él a su tío—. Pero ¿adónde vamos? ¿Por qué huimos?

—Tienes que aprender a defenderte —le respondió calmosamente Sefius—. Tienes que aprender muchas cosas, hay mucho potencial en ti pero si no aprendes a usarlo puedes ser muy peligroso.

—¿Y tú me enseñarás a usarlo?

—No. —Sefius le dedicó una sonrisa condescendiente. —Tu padre.

Manem guardó silencio y se encogió de hombros. Hubiera querido decir que no le importaba, que el asunto de su padre le daba lo mismo, pero él sabía muy bien que no era cierto. Una temerosa ansiedad afloró en su pecho y de repente, sus pies querían marchar más a prisa, hacia el lugar perdido en el mundo donde pudiera por fin conocer a aquella persona que tanto le hacía falta.

Sefius entendió en silencio su conmoción e inició un relato que Zuzum y él no le habían revelado nunca. Una historia sobre una guerra de más de cien años, de un hechicero malvado, y de uno generoso, de un dragón que producía un fuego salvador y de otro, consumido por el rencor. Una historia sobre una doncella y un dragón.

Manem escuchó todo, estupefacto. Su corazón latió con apremio y sus ojos celestes brillaron con asombro. Aunque él no lo quiso admitir, se reafirmó su expectativa por conocer a este ser que su madre había amado tanto, quien era tan especial como él y se preguntó si es que acaso su padre también querría conocerlo a él. Y le pidió a Sefius que le repitiera aquel relato una y otra y otra vez, pero Manem no podía comprender por completo aquella narración. Nunca podría hacerlo sino hasta que él viviera su propia aventura.

Pues hay historias que no valen la pena ser contadas. Hay historias cuyo verdadero significado sólo lograremos entender si es que las vivimos. Más allá de todo sufrimiento y de los más crueles infiernos, el atisbo de luz del amor puede salvarnos y esclarecer nuestro camino. Hacia la verdad.

Y, finalmente, nuestros corazones dormidos despertarán del sueño.




Fin.

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