7. Más cálido que el fuego

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Cada día Ítalos devoraba los libros, uno tras otro tras otro y cada vez tenía una percepción más clara de cómo funcionaba la ciencia que manejaba aquel viejo. Al mismo Ítalos le sorprendía lo sencillo que era todo. En la teoría, claro, pero era sencillo al fin. Había principios básicos, postulados, hipótesis, teorías. La verdad era que la magia no era algo completamente definido. Estaba sometida a un constante descubrimiento pero su fin había sido el mismo desde hacía siglos: el control. Y había varias formas de obtener el control.

Pero ello no era lo más importante, sino que por fin pudo entender lo que estaba haciendo Ureber. Los experimentos no eran más que medios para confirmar o descartar si Ítalos poseía magia. Pero aún desconocía la conclusión a la que Ureber había llegado.

Ítalos no entendía cómo era posible que alguien como él pudiera tener potencialidad para la magia. Nunca había notado nada extraordinario en él, parecía algo totalmente de otro mundo y aún le costaba creerlo. Pero había algo que no estaba encajando del todo. Él tenía la sensación que uno tiene cuando observa una pieza de un rompecabezas forzada en un sitio que no le corresponde. Había algo que estaba mal pero no sabía qué.

—¿Vas a quedarte ahí parado todo el día? —espetó Zuzum e Ítalos regresó a la realidad.

—Tu... almuerzo —murmuró él, y colocó la bandeja sobre la mesa.

—Olvida eso —dijo Zuzum agitando levemente su mano en el aire—. Vamos a pasear.

Él asintió como siempre. El invierno por fin había terminado, para alivio de Ítalos, y caminar por los jardines de Zuzum daba la impresión de andar por un pequeño bosque. Ella canturreaba una canción y movía los dedos como si estuviera tocando el arpa, a decir verdad, había mejorado mucho en eso. Ítalos había sido testigo.

—Ya sé el nombre de mi prometido —soltó de repente—. Se llama Fredrick.

—¿Fredrick? —repitió y por un momento pensó que había escuchado mal—. Es un nombre extraño.

—Vaya que sí. Es heredero de muchas tierras y no sé qué otras tonterías —emitió casi como un reproche—. Nos casaremos cuando yo cumpla dieciséis años.

—Ya veo. —Fue lo único que atinó a decir. Se le ocurrió congratularla o desearle suerte pero por alguna razón no pudo pronunciar las palabras.

"Aún faltan años para ello" pensó con cierto alivio. Aún quedaba tiempo, pero ¿tiempo para qué?

Zuzum se apoyó en el tronco de un árbol, alisando su vestido con cuidado y con un gesto formal, le indicó a Ítalos que hiciera lo mismo y él obedeció, aunque procuró guardar una distancia prudente de ella.

—¿Y qué piensas sobre eso? —preguntó mientras jugueteaba con la punta de un mechón de sus largos cabellos negros.

—¿Sobre Fredrick o sobre sus tierras?

—Sobre todo.

Ítalos guardó silencio por un momento pero sintió que Zuzum lo miraba de soslayo.

—No... lo sé, si es que estás contenta entonces supongo que es algo bueno —respondió, dubitativo pero eso no era lo que realmente pensaba. Zuzum resopló como si estuviera fastidiada por algo.

Realmente, Ítalos no sabía con exactitud qué era lo que pensaba sólo sabía que le incomodaba hablar sobre ese tema de todos los temas de los que podían conversar. Sólo quería hacer o hablar de otra cosa.

—De verdad, eres un pazguato —le recriminó Zuzum.

—¿Y ahora por qué?

Ella había arrugado su entrecejo y le clavó los ojos pero no le dijo nada. Ítalos se quedó confundido si es que había dicho algo que la había hecho enojar, no obstante, supo al ver sus ojos que ella no estaba molesta. Había algo distinto allí, así que volvió su vista al suelo, perplejo.

—Sígueme la corriente —musitó ella de improviso a modo de orden. Él la miró de soslayo pero ella había apartado su rostro.

De pronto sintió la mano de Zuzum palpando la suya y ese tacto simple le hizo dar un respingo.

—Que me sigas la corriente —insistió ella con apremio, aún sin mirarlo a los ojos y tomó su mano intempestivamente.

Ítalos se estremeció, lo que sea que estaba pensando se le fue de la cabeza. No estaba seguro si es que cuando eran más pequeños se habían tomado de la mano, cuando él pensaba que Zuzum era un niño como él. Pero ese momento era definitivamente distinto. La mano de Zuzum temblaba, se sentía suave, frágil y delicada. Para su sorpresa, él también estaba temblando y era la primera vez que no lo hacía por el frío. Sintió que las alas de unos bichos se agitaban en su estómago y no supo el instante en que sus dedos se entrelazaron.

Ítalos no sintió el tiempo en que se demoró en regresar a la casa de Ureber. No dejó de pensar en la sensación cálida que aún permanecía en su mano, una sensación aún más cálida que la llama del fuego. Y eso lo podía saber él muy bien.

Pero sus cavilaciones fueron súbitamente interrumpidas por unos gritos; los de Ureber, que Ítalos conocía muy bien y la voz de una persona desconocida, estaban discutiendo. Ítalos se alarmó y estuvo a punto de dirigirse sin miramientos a su habitación, pero se detuvo.

—¡No seas imprudente! ¡Esa es magia que nadie nunca ha podido dominar! —vociferó el hombre desconocido. Ítalos contuvo la respiración y luego de pensarlo un par de veces, se aproximó al umbral del taller del brujo.

—¿Temes a que demuestre que soy mejor que tú, Dalim? —cuestionó la voz de Ureber con escarnio.

—¡No seas ridículo! —espetó el que se llamaba Dalim.

Ítalos asomó un ojo en el entrecejo de la puerta y pudo distinguir a un anciano, de facciones más descansadas que las de Ureber y un porte digno. Se dio cuenta de que él también era un hechicero.

—¿No puedes dejar esa antigua rivalidad? —prosiguió Dalim—. Estoy hablando por tu propia seguridad, por la seguridad de este pueblo. ¡Tú sabes que ese tipo de magia siempre ha terminado en desastre! ¡Es imposible que tengas éxito!

—Es posible, muy posible. ¡Probable, diría yo! —respondió Ureber y le siguió una risa seca.

—¿Por qué? —El semblante del anciano Dalim esta vez reflejó, lo que a Ítalos le pareció, una intriga genuina. —¿Qué has descubierto que te haga diferente de los hechiceros que han existido estos últimos siglos?

—Oh, vaya que quieres saberlo —dijo Ureber luego de soltar otra breve carcajada desagradable— ¡Vaya que sí! Por algo has venido corriendo aquí ante un pequeño rumor. Pero te irás con las manos vacías. Sólo espera, espera y verás que ese puesto que tienes me lo darán a mí ¡Siempre debió ser mío! ¡El rey se dará cuenta que el mejor hechicero soy yo!

Momentos después, Dalim salió de la casa del brujo dando trompicones con la faz ofendida y ofuscada.

Y fue sólo un instante, un solo instante en que Dalim se volvió para atrás y las miradas del niño de cabellos rojos y el hechicero más sabio del reino se cruzaron.

Y ese instante volvería a repetirse en circunstancias muy distintas.



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