23. La marca del forajido

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La biblioteca de los hechiceros era por excelencia el archivo donde se resguardaba la historia del conocimiento mágico desarrollado por los hombres a través del tiempo. Sólo los miembros del Magisterio y la nobleza tenían acceso a ella, y no era de extrañar que desplegara una vigilancia constante. Pero ante el devenir de los hechos, dicha fortaleza era su última alternativa.

Aprovecharon las sombras de la noche para escabullirse por una de las altas ventanas del área norte con una coordinación que parecía ensayada. Los hermanos se ayudaron entre sí para trepar los lisos muros y adentrarse en la silenciosa fortaleza. Avanzaron sigilosos, con la velocidad de una serpiente, como una tropa india de asaltantes.

Al llegar a cada puesto de vigilancia, neutralizaban al guardia y uno permanecía como centinela mientras los demás avanzaban en aquel edificio que parecía estar comprendido por capas circulares de pasillos y estanterías. Mientras se adentraba en la fortaleza, Ítalos atravesó velozmente por entre rumas de pergaminos y manuscritos apilados ordenadamente en extensos anaqueles que llegaban hasta el techo de aquella silenciosa bóveda. Sus pasos apenas producían eco, pues se deslizaba con una precaución felina. Sabía que los escritos que estaba dejando atrás no eran los más impresionantes, lo que era verdaderamente especial se guardaba en el centro mismo de esa edificación.

Ítalos pudo al fin penetrar en el pabellón de los incunables. El olor a papel viejo y pergamino se apreciaba distinto, más quebradizo. Los altos estantes ya no eran de madera sino de una piedra sobria y cálida. El silencio de aquella gran sala era tal que parecía aplastar los oídos. Tuvo que encender una llama en la palma de su mano para ver por dónde estaba andando. Con sus genuinos ojos draconianos hubiera podido ver en las penumbras, pero aquella era una capacidad que no contaba en su cuerpo humano.

Había una característica que había de admirar en los seres humanos, y era su obcecado deseo por el conocimiento. A pesar de ser criaturas mágicas, los dragones nunca habían tenido necesidad de desarrollar el control sobre su propio arte como los seres humanos habían hecho con la magia. Nunca hubo necesidad. Sin embargo, allí estaba él. En medio de un baluarte que representaba el ímpetu del hombre por el saber ante algo que apenas llegaba a comprender. Y aún así, parecían entender más sobre magia que los dragones mismos.

Luego de unos minutos, Ignifer, desde la segunda galería le hizo una seña silente de fuego para enfatizarle que se apresurara; pero aquella no era una labor rápida. Ítalos buscaba un título en especial, una fuente de información que sólo los hombres podían desarrollar: estudios sobre sus intentos por controlar a los espíritus de fuego: los dragones. Y también, sus métodos para defenderse de ellos.

Había una probabilidad de que ese tipo de documento no se encontrara allí sino en el castillo de algún noble o en la biblioteca personal de algún hechicero. Pero Ítalos albergaba una esperanza. Varios títulos pasaron por sus ojos, algunos le llamaron la atención pero no eran lo que buscaba, hasta que al fin sus dedos rozaron una cubierta de cuero delgada, era un tomo grueso pero pequeño. Era una copia, pero era suficiente. Ítalos vaciló en un breve parpadeo; ya que estaba allí y nunca volvería a pisar aquel suelo otra vez, decidió tomar los ejemplares que más le llamaron la atención sin ningún remilgo.

Y con la cautela de un roce imperceptible con el que realizaron esa intromisión, se reagruparon y se marcharon, dejando sólo una larga fila de hombres de armas dormidos. Seguros de que, en unas horas su despertar conllevaría a la ira de los hechiceros y sería un mensaje directo de que ellos también estaban en movimiento.

Ítalos estaba aliviado de tener aquella nueva pieza de información en sus manos. Sabía que le tomaría un tiempo pero lograría idear alguna suerte de protección. La magia humana era algo que él podía entender ampliamente y a gran velocidad. Y aunque su inteligencia le ayudaba bastante, estaba seguro de que no era sólo eso, sus hermanos no tenían la misma facilidad para ello. Ya muchos lo habían intentado sin éxito.

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