4. La pequeña doncella

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—Ítalos —lo saludó una jovencita vestida con telas tornasoladas y de largos cabellos negros y ondulados. Su sonrisa se desvaneció cuando él le devolvió el saludo con una mirada de extrañeza.

—¿Nos conocemos?

La cara risueña de la muchacha se arrugó de manera fea, tanto que Ítalos por un momento temió que le diera un golpe. No obstante, se dio cuenta de que había algo familiar en ella.

—¡Soy Zuzum!

Y entonces, la reconoció.

En los días que habían seguido, Ítalos se había aburrido hasta la muerte. Ureber sólo lo mandaba a llamar cada tres o cuatro días y sólo para hacer experimentos que para Ítalos eran repetitivos.

Un día le ordenó poner la mano sobre una llama de fuego rojo, otro día, la llama era verde, otro día, violeta. El resultado era siempre igual que el primero. Con el pasar de aquellas pruebas, Ítalos ya obedecía sin reticencia y de forma cansina. Ureber, no obstante, parecía cada vez más perplejo y escribía como loco cada eventualidad.

Ítalos se preguntaba qué tanto escribía el brujo y si es que acaso estaba haciendo algún avance. Y, para tal caso ¿qué era lo que estaba avanzando?

Sea como fuere, a Ureber parecía no importarle lo que hiciera Ítalos el resto del tiempo, así que él se dedicó a explorar la penumbrosa morada del brujo. Con lo enorme que era, no le sorprendió al descubrir que todos los ambientes se parecían entre sí, y lo que más le llamó la atención fue la enorme biblioteca del segundo piso. Cuando terminó de conocer el edificio, se remitió a los exteriores, lo que podría llamarse "jardines" aunque en realidad era un montón de tierra con paja seca y una que otra mala hierba.

La morada de Ureber estaba prudentemente alejada de Gulear obedeciendo a la forma de ser huraña del brujo. Ítalos se aventuró a pasear por las calles del pueblo, ahora con la tranquilidad de tener un lugar adonde volver.

Ítalos no pertenecía a ese poblado, de hecho, no pertenecía a ninguna parte. Una vez fuera del orfanato había andado sin rumbo por los caminos, con la idea de encontrar una mejor suerte en algún otro lugar. Gulear era un pueblo emergente con la aspiración de ser en unos años una gran ciudad. Y aquella aspiración no era irrealista; los comerciantes errantes cada vez se detenían con más frecuencia en su mercado y algunas familias nobles habían decidido reservar unos terrenos para destinarlos a sus casas de reposo y vacaciones.

Ítalos vagó distraídamente por la calle principal, con su mente en parte en las nubes y en parte en la ineludible pregunta de dónde conseguiría un trabajo. Y fue entonces cuando la vio, o mejor dicho, ella lo vio a él pero para Ítalos, hubiera sido imposible reconocerla.

—¿Por qué estás vestido de chica? —inquirió él confundido.

—¡Porque soy una chica!

La última vez que había visto a su amigo, Zuzum, él usaba el mismo tipo de harapos que Ítalos. Zuzum no era huérfano, vivía con su madre pero a menudo solía visitar el patio del orfanato y jugar con ellos. Ítalos y él eran buenos amigos, de hecho, Ítalos era prácticamente el único que podía soportar su carácter impetuoso y decidido.

Él se quedó pasmado y boquiabierto. No podía hacer coincidir la imagen de su amigo, Zuzum, el niño de pelo corto y nariz y rodillas sucias con la chica que tenía en frente, una doncella elegante. Al menos la cara malhumorada era la misma.

—¿Todo el tiempo fuiste una chica?

De alguna manera, Ítalos se sintió engañado.

—Joven ama —la llamó de repente una mujer de apariencia de criada que cargaba unos baúles casi como un malabarista—. Tenemos que apurarnos, nos esperan.

Zuzum aún observaba a Ítalos con el entrecejo arrugado.

—Claro, Moira —respondió volviéndose a la mujer y seguidamente, tomó uno de los baúles más pequeños y se lo lanzó a Ítalos sin aviso previo. Él lo atrapó con su estómago y se hincó en el suelo, tratando de recuperar el aire.

—Pero tú vas a venir conmigo —anunció impasible la jovencita—. Nada mejor para recibir viejas amistades que darles el digno trabajo de paje.

Y sonrió malévolamente.

Definitivamente era Zuzum, pensó el muchacho. Por eso nadie había querido ser su amigo en el orfanato.



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