22. Las palabras del sabio

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Un joven de cabellos castaños cayó jadeante en el piso de madera. El fuego se deshizo bajo sus pies haciendo volutas que se desvanecieron en la estancia ante la silenciosa contemplación de la comunidad. Cuando el muchacho levantó la mirada, en sus profundos ojos oscuros se esbozaba una luz de entendimiento distinta.

—Así que lo lograste, Ítalos —dijo con una sonrisa afable y aceptó la mano de Ítalos para incorporarse—. Aunque no he sabido quién era yo estos últimos años, ustedes deben recordarme. Soy Sefius.

La sala se inundó de murmuraciones y una que otra exclamación de gozo. Era Sefius, uno de los dragones más ancianos, sus palabras siempre eran entendidas y empapadas de una sabiduría que trascendía el tiempo. Hacía varios años que se había perdido entre el gentío tras las constantes transmigraciones como muchos otros.

A pesar de portar sobre él varias centurias, Sefius ocupaba el cuerpo de un joven de apenas catorce años; su faz aún conservaba algunos rasgos infantiles que pretendían desvanecerse pronto. Había crecido falto de padres, ignorante de su verdadera identidad y se las había arreglado para convertirse en un aprendiz de carpintero, y así hubiera continuado de no haber sido por un incidente durante un trabajo de pirograbado. Al atestiguar que la piel del joven no se quemaba, los vecinos no tuvieron contemplaciones para reportarlo ante los guardias.

Sin embargo, gracias a aquel acontecimiento, él había podido regresar con los suyos. Y contrariamente como sucedía con la mayoría, había recibido sin ningún complejo o escaramuza toda la maraña de recuerdos que ahora cargaba sobre sus hombros. Tenerlo de vuelta era una luz esperanzadora para todos, de pronto el incidente en el Magisterio parecía haber valido la pena.

Ítalos se excusó por el cansancio y se dispuso a retirarse a su alcoba, no obstante, pudo reparar en la mirada penetrante y enigmática de Sefius, una que parecía ver a través de su propia alma.

Ítalos había regresado a la posada con el rostro tan blanquecino como un lienzo y con el aspecto más desfallecido que nunca. Todos pensaron que estaba herido, y a pesar de que ya no se estaba desangrando, sentía que aún lo estaba haciendo. Barbotó una vaga explicación y se enclaustró en su alcoba. Aún estaba exhausto y mareado por la pérdida de sangre pero esa no era la razón completa de su decaimiento.

—¿Estás bien? —le preguntó Emiria cuando se asomó por la puerta de su habitación.

Ítalos yacía sentado en su catre, la espalda contra la pared, observando taciturno el techo con la mirada pérdida. Había estado así durante horas pero él no había percibido el transcurrir del tiempo. Apenas pudo manejar un asentimiento para Emiria; no se sentía en capacidad para fingir cordialidad, así que simplemente esperó que ella dejara la bandeja de comida y se marchara. Pero ella, casi titubeante, se sentó a su costado y posó una mirada lastimera sobre él.

—¿Se trata de ella? —inquirió Emiria, Ítalos sintió una piedra solidificarse en su garganta y no respondió—. ¿Acaso todo se ha terminado con ella?

Nuevamente, no pudo responder. Se le cayó la mirada y asintió, resignado.

—Es lo mejor —opinó ella—. Nunca hubiera funcionado.

Ítalos asumía que ella buscaba reconfortarlo pero sólo estaba haciendo arder más la llaga. Estuvo a punto de pedirle que lo dejara solo pero antes de que lo hiciera, ella lo envolvió en un abrazo.

De manera extraña, todo su abatimiento y pesar parecieron aflorar con ese gesto y él también la abrazó. Los bramidos de horror y las palabras de Zuzum volvieron a resonar en sus oídos. Lo que lo acribillaba era una sensación de abandono y un hondo sentimiento de culpa. Se sentía tan falto de energía, tan vacío, como una flama a punto de extinguirse. A los dragones nunca se les destrozaba el corazón, no de esa manera al menos.

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