E p í l o g o

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El taxi de Ikki pasó al lado del Museo de Archivos Históricos de Yokohama. Marcaban las siete en el reloj. Ya estaba oscuro. Su destino final era cierto rascacielos. Uno muy especial, pues se le tenía como el más grande en Japón. De nada más que 70 plantas y 295,8 metros: el inconfundible Yohokama Landmark Tower.

A los pies del edificio exponían un velero. Además, al estar en medio de un centro comercial, se hallaba rodeado de tiendas de Pokemón, Gibli e incluso Disney. Ikki las miró fascinado, aunque no entró a ninguna. Jamás disfrutó de juegos así de pequeño. Al mirar a los niños cerrar los ojos en felicidad y a los padres tomarles de las manos, las acostumbradas punzadas en el pecho regresaron. Le hubiera gustado ser tan inocente e indefenso. No tener que preocuparse de la crueldad allá afuera.

Descartó el pensamiento al notar cuánto le afectaba. Rápidamente, se encaminó a la construcción. El costo de la entrada era de mil yenes. Sin embargo, no protestó. Sabía a lo que se atenía al ir.

Esperó por el ascensor con tranquilidad. Finalmente, sus puertas se abrieron, dejando ver al sonriente botones. Ikki no devolvió el gesto. Sonreír no se le daba bien.

Pasaron varios minutos en un silencio sobrecogedor, sólo interrumpido por los comentarios del empleado que le preguntó a qué piso iba y explicó algunos datos curiosos del rascacielos: desde las plantas 49 hasta la 70 se encontraba un hotel cinco estrellas, mientras el resto era ocupado por oficinas, hospitales o restaurantes. En el piso 69 tenían un observador llamado Sky Garden, donde se podía ver la ciudad a plenitud. En los días despejados, era posible visualizar el monte Fuji a lo lejos, casi como una sombra. Por supuesto que no se olvidó de mencionar los tan aclamados ascensores, tenidos como los más rápidos del mundo. Mas Ikki no necesitó que se lo dijeran: cuarenta segundos y un vacío en el estómago más tarde, ya había llegado a su destino.

Varias veces escuchó que la vista desde allí era maravillosa. Y con el corazón latiendo a mucha prisa, lo confirmó: rodeando el río Ōoka, la ciudad lucía vibrante. Los edificios brillaban intensamente, peleando por ser lo más hermoso del panorama. No obstante, ese puesto se lo llevaba la noria del Cosmo Clock 21, iluminada de verde, resaltando en el mar de luz blanca y dorada. La vista, tan amplia y tan bella, robaba exhalaciones.

Ikki se quedó en su sitio. Inmóvil. Sabía que era uno de esos momentos en donde se dejaba de pensar. En donde se permitía que los sentidos se hicieran cargo. Y eso hizo.

No supo cuánto tiempo permaneció así y poco le importó. La gente venía y se iba, como una marea constante. Hasta que llegó el punto donde pararon de venir. Entonces, sólo quedó él y la ciudad.

No chequeó su teléfono. Bien sabía que no era necesario. Shun estaría al lado de Seiya en esos momentos. Al imaginarlos, sonrió. Ese chico era todo lo que quería para su hermano.

Ikki recordaba su vida pasada como si la estuviese viviendo. Recordaba el odio que algún día lo consumió. La ira que le dio un motivo para levantarse por las mañanas. Recordaba cómo siempre estuvo dispuesto a ser el villano o el lobo solitario para el beneficio de sus amigos. De Athena. De Shun. Incluso en esa nueva vida, continuó haciéndolo. Supuso que esa era su misión. Había nacido con recuerdos vívidos, latentes. Nunca supo si era una bendición o una maldición. Un peso o una verdadera fortuna.

Sin embargo, mirando al cielo oscuro, creyó que no era tan malo. Después de todo, que Shun hubiese conseguido el espejo correcto para comunicarse con Seiya fue gracias a su don.

Pensaba a menudo en cómo lo habían obtenido. Estaban tratando de meter en el taxi todas las cosas que compraron para su nuevo hogar. Fue en el momento que cargaba la última caja cuando una luz lo cegó: era un rayo del sol que rebotó en el espejo. Ikki, al tratar de abrir los ojos, fue abrumado por una imagen: Shun parado frente a un tipo castaño en medio de un campo de flores.

Al otro lado del espejoWhere stories live. Discover now