O C H O

468 61 25
                                    

Desde ese momento, las cosas cayeron por su propio peso.

Hyoga se volvió el santo de Cisne. Me quedé un tiempo más con él. Regresé al Santuario. Tú y yo guardábamos nuestras dudas sobre el Patriarca. Dudas que nunca compartimos bajo la luz del día de Grecia. No podíamos confiar en nadie. Sólo nos teníamos el uno al otro. Sabíamos que no era el mismo lugar que nos vio crecer; sin embargo, juramos obediencia. Y eso fue lo que recibieron.

Fui el encargado de darle la noticia a Hyoga sobre su participación en el Torneo Galáctico. A pesar de todo lo que quisimos para él, tenía claras ordenes de asesinar a aquellos que luchaban por la armadura dorada de Sagitario, pero aún así se negaba a participar. Hyoga se rehusaba a abandonar Siberia por ser aquel último recuerdo de su madre. Después de la muerte de Isaac, no se daba cuenta que aferrarse a ella no sólo faltaba los principios de pelear sin que nada le nublara la mente, sino que también se hacía daño a sí mismo.

Era una obsesión enfermiza. Por las noches, lo oía salir de la cabaña a escondidas y muchas veces cuando estuve a punto de atraparlo, mandaba a Yacov a encubrirlo. Me levantaba a medianoche, seguro del crujido de la puerta. Quise pensar que no estaba haciéndose ese daño, que no se aferraba a un muerto, que todo lo que había avanzado no sería tirado por alguien que nunca más podría abrazarlo. Me reprocho hasta ahora el haber hundido el barco de su madre, pero me ayudaste notar que hice lo correcto. Hyoga no podía morir. No lo permitiría. Los traidores al Santuario estarían vigilando tanto a él como a sus compañeros de cerca, y si quería que mi discípulo sobreviviera, debía arrancar aquella fijación fuera como fuera.

No pasó mucho tiempo para que todo se desencadenara. Cuando me enteré de la revolución de la falsa Athena y los santos traidores, supe que Hyoga tenía que vivir en una época mejor o llegar al cero absoluto a cualquier costo. Sólo tú entendiste cuánto me partió el corazón lo que hice ese día. Nadie más hubiese sido capaz de hacerlo.

No necesito contarte el resto.

No quiero que esta carta se convierta en un recordatorio de lo que hemos perdido. No me arrepiento de nada. Cada cosa que vivimos. Cada obstáculo en nuestro camino. Cada sueño que se volvió realidad y que no se cumplió. Hoy somos lo que somos por esas situaciones. Por la gente que nos hizo mejores. Podemos renegar por el poco tiempo que tuvimos. Preguntarnos por qué no vivimos lo suficiente, pero al menos sabemos lo que es estar al lado del otro.

Yo no quería enamorarme de ti, Milo. No fue mi intención hacerlo. Sólo sucedió. Es como si un día hubiera despertado y ya lo supiera. Luché mucho. Me mentí mucho. Te aparté demasiadas veces. Gracias por aún así venir por mí, Milo. Gracias por encontrarme.

Ya volveremos a vernos. Debes tener más paciencia. Eres un desesperado, ¿sabes? Siempre te quemabas la boca por querer devorar las galletas recién salidas del horno. Hyoga te traía leche corriendo e Isaac se preocupaba mientras yo te regañaba. Pondrías esa carita triste. Esos ojos de borrego degollado que terminaban por derretirme. Más temprano que tarde me llevarías a la cocina y cerrarías la puerta. Era más fácil acorralarme en una esquina y pedir cuántos besos quisieras para curar a tu herida lengua.

No te aferres a mí. Ya no. Debes seguir adelante. Eso es lo que hacemos los santos de Athena.  Nuestras vidas no nos pertenecen. Cuando estamos vivos luchamos contra los enemigos, para de muertos sufrir el haber retado con nuestra humanidad a los dioses. Nuestros sacrificios llegan a ser despreciados, olvidados, ignorados; sin embargo, eso no debe desanimarte. Vivimos por el futuro. Para proteger el único lugar en donde las esperanzas son pasadas de generación en generación. Donde uno es capaz de cambiar su destino. Este es el sitio donde el amor existe. La única tierra en donde sé que hay salvación. Aquí es donde pude tenerte y las cosas que hice por el bien del mundo es una muestra de agradecimiento por darnos cobijo. Vivimos por la gente que amamos. Morimos por ellos y por los que vendrán también. Mientras, los que sobreviven, son los que tienen la obligación de contar lo que hemos hecho. Los que no pueden permitir que este amor se pierda en el tiempo.

Carta a un caballero en Atenas || La Saga de Oro (1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora