S E I S

332 59 7
                                    

Te quedaste en Siberia por seis años. Fue un sueño de más de dos mil días. El Patriarca te dio la misión de supervisar los entrenamientos de los próximos santos de plata y bronce de la región. Habían sido siete años sin verte. Siete años. Y usaste la primera oportunidad que tu misión te permitió para buscarme. Estaba conmovido, Milo y sumergido en la culpa. Todas esas cosas que hiciste para verme. Para encontrarme. Habías mantenido la promesa. Habías cumplido tu palabra y me perdonaste sin que yo te hubiese confesado el motivo de mi huida. ¿Eso es lo que hace el amor con nosotros? ¿Somos capaces de obviar explicaciones por estar al lado de quien amamos? ¿Hasta ese punto podemos olvidarnos de nuestra dignidad?

Te lo conté todo. 

Fue un día en la cocina, mientras Hyoga e Isaac repasaban lo aprendido la clase pasada. No pude soportarlo. Pudiste perdonarme. Dejar todo atrás, sin que yo te explicara nada. Te conté lo de Mu, las fotografías, mis sospechas de quienes podían estar involucrados, mi desconfianza al Santuario que se remontaba desde aquella maldita batalla. Te expliqué en qué estaba pensando cuando te dejé solo entre tus sábanas. Era hora de admitir que era capaz de abandonarte si eso significaba que estarías seguro y esas acciones eran sólo producto de una cosa.

Amor.

Al terminar mi relato, las lágrimas no pudieron esperar mi soledad para ser derramadas.
De verdad pensé que no me creerías, pero grande fue mi sorpresa al estar de vuelta en tus brazos. Besaste mi cabeza, y esa clase de ternura me hizo estremecer.

—Camus, eres un grandísimo idiota.

Por fin merecía tu perdón.

Mantuvimos bien escondido lo nuestro. Era fácil pretender con gente que no nos conocía toda la vida. Nuestras rutinas eran extraordinarias. Había semanas que tenías que supervisar varios entrenamientos y no regresabas en muchos días. Sin embargo, logramos hacerlo funcionar. Cuando te quedabas, el reloj junto a nuestra cama sonaba a las tres y media. Ni un minuto más, ni un minuto menos. Apenas podía estirarme para apagarlo. Tu brazo, manteniéndome cerca de tu pecho, no me permitía moverme. Trataba de no despertarte, pero era imposible. Pronto respirarías sobre mi cabello, me sostendrías más cerca a tu calor y con tu voz grave de las mañanas, susurrarías:

—Camus...

Aún recuerdo tus quejas de que era demasiado temprano. De que hacía demasiado frío. De que me quedara tan sólo "cinco minutos más" ¿recuerdas cuando terminamos quedándonos dormidos hasta las ocho y Hyoga vino a buscarnos, seguro de que su maestro gruñón no lo había despertado a las cuatro porque este se encontraba al borde de la muerte? Fue difícil explicar que hacía durmiendo abrazado a mi compañero de armas, en la misma cama y encima, ambos sin camisetas. La inocencia de un niño de nueve años es aterradora. Le dije que habías acudido a calentarme pues el frío me "afectó" terriblemente esa noche. Ese día preparamos galletas con Hyoga e Isaac y, por fin, me hiciste verlos como niños.

—Míralos, Camus. A pesar de que su destino es vivir y morir por Athena, que verán cosas horrorosas cuando crezcan y sólo uno de ellos conseguirá la armadura de Cisne, ahora son tan pequeños. Casi teníamos su edad cuando nos volvimos santos de oro, y míranos aquí, casi dieciséis años más tarde. Créelo o no, ellos dependen de ti. Deberías ver con que cara te observan cuando los entrenas. Eres casi un dios para sus ojos. No los decepciones, Cam. No les hagas perder la fe en ti.

No creo que lo entiendas, Milo. Tú me hiciste más humano. Hablé con Hyoga antes de que entrara al Torneo Galáctico y notamos que los momentos más felices de su infancia los pasamos contigo. Los picnics, engordarlos a punta de galletas, incluso me convenciste a compartir con ellos mi pasión por la lectura, que ambos terminaron tomando. Puede que no haya sido tan amoroso como quise, puede que mis demonios hayan sido más fuertes que yo, puede que haya reprimido mis ganas de abrazarlos, que haya rehuido de momentos cariñosos a su lado, que de mis labios nunca les confesara qué significaban para mí, pero no hubo nada que me hiciera tan feliz que ver a Hyoga y el calor en sus ojos al revivir viejas memorias. Memorias que nunca hubieran existido si no hubieses estado conmigo.

Carta a un caballero en Atenas || La Saga de Oro (1)Where stories live. Discover now