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Salieron a cazar pájaros estivales con los halcones de las damas; formaban un alegre grupo que atravesaba los prados entre risas y elegante diversión. Katniss lucía una guirnalda que Gian le había regalado. El gavilán diminuto que ella llevaba no pesaba más que cualquiera de los capullos del ramillete, y se lanzaba con fiereza sobre los tordos y las becadas, para después volver a posarse con ellos sobre el guante, como si fuera una delicada cortesana de ojos amarillos y salvajes.

Katniss cabalgaba junto a Gian con la misma docilidad con la que el gavilán regresaba a su mano. La estancia de ambos en Windsor se acercaba a su fin. Él ya había terminado de firmar tratados y hacer cesiones: la licencia del rey había quedado sellada por el precio de tan solo dos de los cinco castillos de Katniss, y había recuperado de manos de Eduardo la renuncia a Everdeen a cambio de una suma principesca. Hoy se entretenían con los halcones; tres días después comenzarían los festejos de los esponsales, que significarían una semana más de diversiones, obsequios y trovadores. A continuación, Italia y la boda. Gian no quería esperar más.

A él le irritaba que viviesen en residencias distintas, pero Katniss se había mostrado inflexible en esa cuestión insistiendo en que él mostrase una conducta decorosa antes de las nupcias. Gian se reía e intentaba engatusarla, aunque la conocía demasiado para creer que Katniss fuera a entregar algo sin esperar nada a cambio. Eso es lo que pensaba y decía de ella y, sin embargo, desconocía que en realidad Katniss estaba dispuesta a entregarlo todo a cambio de nada. A cambio del convento, que era el único lugar en el que podría librarse de fornicar con él.

Mientras yacía despierta de noche, como hacía siempre ahora, Katniss reía en silencio hasta que la enorme ironía la hacía llorar. Aquel abominable convento, cuando había atravesado regiones ignotas y hasta fuego con tal de evitarlo. Pero no se atrevía a intentar escapar de nuevo de Gian mientras siguiesen en Inglaterra. Cuando volvieran a Italia, podría refugiarse en la abadía que Ligurio y ella habían financiado. Tenía la promesa de Gale de que la ayudaría. Votos y más votos, mentiras y más mentiras, hasta olvidarse de quién era en realidad, si es que alguna vez había llegado a saberlo.

Entre los regalos de boda ya había tres espejos: de marfil tallado, de sándalo y de ébano. Los guardaba en el fondo del arcón para evitar por descuido mirarse en ellos y descubrir que no le devolvían ningún reflejo.

—Qué pena que vuestro gerifalte todavía esté de muda, mi señora —dijo el joven conde de Pembroke mientras los demás alababan el buen vuelo que había hecho el halcón de Gian sobre un mirlo—. Nos podría haber proporcionado un gran día.

—Es más liviano este —contestó Katniss levantando su pequeña ave—. Y pensad en lo gorda que estará Gryngolet cuando llegue el otoño.

Una oleada de risas se extendió por todo el grupo. Los spaniel habían capturado una bandada de codornices y un par de damas se acercaron. Su triunfo se vio recompensado por los corteses aplausos de los demás. Tras discutir qué hacer con sus alforjas llenas, decidieron preparar un pastel de perdices, alondras y tordos que era típico de los criadores de gavilanes. Se apartaron del sol poniente y dejaron que los caballos se dirigieran tranquilamente hacia Windsor y su castillo, cuyos estandartes más altos apenas sobresalían sobre los lejanos árboles.

La sombra que ofrecía un estrecho sendero hizo que el grupo se disgregara; Katniss y Gian quedaron emparejados a la cabeza como si lo hubiesen hecho deliberadamente.

—Parecéis una inocente doncella con esos capullos —dijo Gian con una sonrisa—. Las flores os sientan muy bien.

—¿Os lo parece? —contestó Katniss en tono burlón—. Supongo que me halagáis de este modo para que cuando os pida diamantes os baste con darme margaritas.

Por ellaWhere stories live. Discover now