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Katniss vagaba en medio de una especie de sueño de pináculos blancos como la tiza y vapores. El aire empujaba retazos de nubes sobre los torreones más altos; las doradas bases de los estandartes y las aristas azuladas de los tejados quedaban ocultas y reaparecían de nuevo allá en lo alto. De las almenas colgaban carámbanos sobre la piedra tallada: un rostro aquí, un ser alado allá, y sus facciones resultaban aún más extrañas y distorsionadas bajo aquellas máscaras transparentes. Chimeneas enteras y arcos voladizos se entrelazaban con agujas y ventanas ojivales de cristal y piedra descolorida.

Aquello era opulento y frío, y estaba vacío, aunque un pequeño grupo de juglares la seguía de un lado a otro, mirándola como si la encontrasen igual de increíble de lo que a ella le resultaba aquel lugar. Sin apartarse de su lado, como una pareja de ansiosas niñeras, los dos William, gordo el uno y flaco el otro, ordenaron repetidas veces al grupo de curiosos boquiabiertos que se dispersaran, infructuosamente.

Katniss no se dirigía a ellos, era ella quien decidía el camino a seguir: el patio interior, la torre de entrada, los aposentos del condestable y las estancias de la guardia; armas de combate y armaduras oxidadas por la falta de uso. Sus diligentes acompañantes no le dieron explicación alguna de por qué estaban vacíos.

«Está tal como ellos lo dejaron», había dicho Peeta, pero Katniss apenas podía comprender la existencia de aquel lugar perdido, que, poco a poco sucumbía al paso del tiempo y a la ruina mientras los juglares se entregaban a sus juegos y acrobacias en el salón.

Se oyó un suave repiqueteo que reverberó en el patio de armas. Por una ventana Katniss vio a un clérigo que atravesaba el patio interior; balanceaba un incensario y una campanilla. Al menos él vestía el blanco sobrepelliz y las rojas vestiduras propias de su cargo, y no ropajes estrafalarios. Le siguió hasta la capilla, escoltada fielmente por su silencioso séquito.

Arcos dorados, dorados querubines y serafines, cáliz y patena de oro, rejería dorada: aquel santuario era un prodigio de magnificencia y estaba teñido de innumerables tonalidades cálidas gracias a la luz que se filtraba por las ventanas trilobuladas. Desde el extremo, con Gryngolet en brazos, Katniss contempló al capellán, que, arriba en el altar, oficiaba en voz baja la misa de difuntos. Al llegar al memento, se puso a recitar en voz alta una larga letanía de nombres, empezando por los señores de Mellark, que se prolongó sin pausa hasta que, al llegar a un centenar, Katniss dejó de contar. Sobre el altar había unas tablillas con inscripciones, pero él no parecía leerlas; entonaba la lista de nombres con la seguridad que se adquiere tras una larga práctica. Cuando terminó, los juglares que se encontraban tras ella se unieron a él para cantar el salmo De profundis.

Abandonó el lugar antes de que acabasen los cánticos y descendió escalera abajo, con los dos William apresurándose tras ella. Por fin, en una sala menor y en los aposentos de los criados, se encontró con un poco de vida y tareas normales. El fuego ardía en las chimeneas. Había lechos alineados en los dormitorios. Incluso sus silenciosos acompañantes parecieron recobrar la voz cuando empezaron a susurrar y a hablar a sus espaldas. Como si acabara de librarse de un encantamiento, William Foolet preguntó tras aclararse la garganta:

—¿Desea mi gentil señora inspeccionar los establos?

Katniss permitió que la acompañasen hasta allí. Los lugares reservados a las aves no eran tan desastrosos como ella había imaginado: tenían arena limpia en el suelo y altas ventanas de celosía que dejaban entrar luz y aire. Le presentaron, con algo de pompa, a Hew Dowl, «hijo del difunto halconero del señor, muerto durante la plaga». Hew, al parecer, no era más que un mozo que se encargaba únicamente de dos azores, aves utilizadas para surtir la cocina, de poca envergadura pero resistentes y prácticas para tener la despensa siempre bien provista. Ver a Gryngolet de cerca fue casi suficiente para amedrentarlo. Se quedó mudo y solo fue capaz de señalar las instalaciones de las que era encargado por medio de gestos y palabras masculladas entre dientes, con un acento norteño tan pronunciado que a duras penas se le entendía.

Por ellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora