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Katniss tomó aire, el sabor de él en los labios, e inhaló su aroma.

—¿Y qué es lo que has aprendido en tus estudios, mi versado esposo?

Peeta pareció sentirse avergonzado y apartó el rostro.

—Mi dama, no son más que tonterías. Lo mejor sería que me dijeras cómo darte placer. Lo cierto es que no soy ningún experto en las artes del amor.

Katniss recorrió con las palmas la suave curva aterciopelada de su pecho.

—Quiero oír lo que has aprendido. Para mi placer. —Le desabrochó los dos botones superiores del jubón.

Él soltó una carcajada triste.

—Sé bien que tú eres más hábil en este arte que yo.

Ella retrocedió un paso. A aquella media luz, no parecía inocente, sino un hombre en pleno dominio de sus apetitos carnales, que no era más casto de lo que podría serlo un semental hermoso, fuerte, y que no era otra cosa que eso: una criatura hecha para la vida y la unión.

—Pero yo no soy sino una niña en tales artes —dijo suavemente—. Tú tienes que ser mi maestro, de lo contrario no llegaremos muy lejos.

Peeta no se movió; se quedó con las manos abiertas, un sello refulgía en su dedo medio y la luz se deslizaba por su dorado cinturón.

Katniss enarcó las cejas.

—¿O es que acaso eres valiente en la guerra y un cobarde en la alcoba, caballero?

No esperaba que una pulla tan burda hiciese mella en él, pero vio que se ruborizaba ante sus palabras; aquella respuesta tan inmediata le hizo pensar que debía de haber escuchado antes algo similar. La expresión severa volvió a su rostro, la frialdad del cazador. Cerró el espacio que ella había creado entre los dos y levantó las manos. Sin pronunciar palabra, empezó a desabrocharle el vestido.

Katniss se quedó quieta. La túnica no era de estilo elaborado, sino sencilla y abrigada para viajar, forrada de armiño y con botones. Él se la bajó por los hombros. El ribete de piel le rozó las manos y la prenda cayó al suelo.

El brial de damasco blanco iba atado bajo los brazos y ceñido al cuerpo. Él le aflojó los cordones. Katniss notó que el lazo se desataba y se quedaba enganchado en uno de los ojales. Peeta trató de soltarlo, la cabeza inclinada, el rostro próximo al de ella. Una arruga se formó junto a su boca. Dio un tironcillo, a continuación una sacudida, y lo rompió con tal fuerza que Katniss tuvo que echarse atrás para no perder el equilibrio. Sin siquiera soltar los lazos del otro lado, Peeta le levantó la prenda de damasco por encima de la cabeza y la tiró lejos.

A través de la camisa de lino, sintió la frialdad del aire. Él abrió las manos sobre su cuerpo, las palmas le cubrieron las caderas, la fina tela como única barrera entre los dos.

Katniss cerró los ojos. De pronto, le rodeó el cuello con los brazos y se arqueó contra él de puntillas como había hecho antes, buscando aquella sensación deliciosa que le había proporcionado en Torbec.

El terciopelo le rozó los senos. Notaba la dureza de su cinturón, la seda y la presión sobre el vientre, pero, por alguna razón, era incapaz de acercarse a aquella sensación de placer. Con un pequeño gemido de frustración, se dejó caer de nuevo sobre los talones.

Peeta la atrajo hacia sí.

—Señora —le susurró al oído—, acuéstate.

Por ellaWhere stories live. Discover now