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La cafetería de la secundaria era espaciosa y limpia, repleta de luz por tantos tubos fríos, pero su grupo prefería comer en el patio. La escuela se encargaba de que sus alumnos —un delegado por aula— disfrutaran de la jardinería y se les asignaba una parcela de tierra en donde podían sembrar flores, plantas medicinales o tés. Ella no se encargaba del sector que le correspondía a su clase, pero disfrutaba mucho de él. Era extremadamente floral y liberaba perfumes dulces. Normalmente estaba rodeada de mucha gente, sólo cuando comía permanecía únicamente con su grupo de amigas. Eran cinco, incluyéndola, y eran amigas de todos. No había nadie en la escuela que se llevara mal con ellas.

Rosa se puso de pie, con su cabello rubio natural ondeando en el viento primaveral. Dejó su vianda sobre el banco de piedra y le sonrió a sus amigas.

—Ya vengo, olvidé comprar el jugo —ellas asintieron y volvieron a una conversación sobre muchachos, su tema predilecto.

La blonda cruzó por el jardín y llegó al patio asfaltado que llevaba al pasillo principal, cuando una pelota rebotó contra la pared a su lado, sobresaltándola.

—Perdón, Rosa —la aludida sonrió y le hizo un gesto a Emanuel, un compañero de su clase.

—No pasa nada, no me golpeó —él levantó el pulgar y le dio la espalda para volver a la moderada cancha de fútbol.

A lo lejos, Rosa no logró identificar a uno de los muchachos. Entrecerró los ojos e intentó enfocarlo mejor, pero no había caso, no lo conocía. Él, que caminaba hacia ella, pareció notarlo y levantó la cabeza, antes de sonreír. Automáticamente, las mejillas de Rosa ardieron. Tenía una espectacular sonrisa. Avergonzada por haber sido atrapada mirándolo y sin ni un poco de ganas de enfrentarlo, apresuró el paso hacia el pasillo. Caminó a pasos pequeños y veloces hasta llegar a una de las máquinas expendedoras de cartoncitos de jugo, junto a la de latas de gaseosa. Miró los cartoncitos que había en la máquina, sin saber qué comprar. Había de naranja, de frutos rojos, de manzana, de banana, incluso había cartoncitos de leche y de té fríos. Decidió que sería el de frutos rojos.

Abrió la palma de su mano y las moneditas tintinearon al chocar entre sí y contra su anillo. Las introdujo en la máquina y apretó el botón correspondiente, pero el aparato sólo le devolvió las monedas. Volvió a intentar y sucedió lo mismo. No podían ser falsas, su padre las había cambiado en el banco el día anterior. Hasta brillaban, limpísimas y nuevas. Las contó y bufó. No le alcanzaba el dinero. ¡Que tonta!, se dijo. Una monedita más alcanzaría, pero no iba a ir hasta el cuarto piso, al aula, a buscar una moneda. Suspiró, resignándose a no beber nada en el almuerzo.

Una carcajada queda la hizo voltearse. El muchacho de la sonrisa deslumbrante estaba detrás de ella, no demasiado cerca, con la piel brillante de sudor y las mangas de la camisa remangadas. Le sonrió otra vez, volviendo a hacerla sonrojar, y metió la mano en el bolsillo de su pantalón de uniforme.

—Permíteme —ella se corrió un paso mientras él introducía las monedas y apretaba un botón.

Rosa se detuvo a observar el color extraño de los ojos del muchacho desconocido. Eran castaños, pero con reflejos color miel pura en ellos, y decorados por tupidas pestañas. Ella se quedó petrificada ante la cercanía de él, quien estaba concentrado en su tarea. Pese a que había jugado al fútbol y estaba cubierto por una fina capa de sudor, no olía mal. Al contrario, tenía aroma a canela y café con leche.

—Ten —Rosa bajó sus ojos azules hacia el cartón de jugo de frutos rojos que descansaba en la mano extendida de él, transpirando las gotas de una bebida helada.

—No podría aceptarlo —respondió, haciendo fuerza para no balbucear.

—Por favor, hazlo —insistió. Ella lo miró a los ojos y tomó el cartoncito, sonriéndole con las mejillas sonrosadas.

Aceite de girasolWhere stories live. Discover now