18. El Grimorio de los Reyes (tercera parte)

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Extracto del Libro de Rei-Ohd, segundo de los Reyes de Mnäsh

«Pude ver lugares que ninguna palabra podría describir. Pude oler colores que no existen más allá de la mente, pude sentir en mis manos las melodías que llevan sonando desde la Creación del Cosmos, de las Realidades. Es en ese sueño donde se junta lo que es, lo que fue y lo que será. El sueño nos une, el sueño nos cuida y nos consuela. El sueño nos castiga y esclaviza. Porque El Arquitecto sabe cuál es nuestro lugar, y sabe que yo no debería estar ahí.

Quizás es por eso que despierto empapado en sudor, con la seda de mis sábanas clavándose en mi piel como espinas de un rosal, rasgándome la piel y punzando mi corazón. El aire de La Vigilia apenas llena mis pulmones, y cuanto más permanezco en El Sueño menos pertenezco a La Vigilia que me ha sido concedida.

Fue durante el sueño de anoche cuando descubrí un lugar recóndito, cerca de algo que en mi mente sonaba con el nombre de Los Alpes del Cielo. Era un santuario de arquitectura imposible, con columnas que se revolvían entre sí como un puñado de serpientes. La piedra que la conformaba estaba viva, y se movía y retorcía sin cesar; y se regocijaba en su movimiento. En ese santuario había un lago de agua rosada que se llenaba sin colmarse gracias a una cascada melodiosa. Susurraba una canción en una lengua que no conozco, pero en mi interior supe que eran palabras de advertencia. De toda la Onírisis, ese era el lugar donde menos debía estar. Pero sabía que yo era El Primero. He sido el primer hombre que ha podido ver ese lugar: Las Campanas de la Onírisis. Pues esas columnas vivas sostenían una serie de campanas silenciosas.

El Pintor todavía susurra los colores en la Onírisis, pues esa pintura sigue viva y nos sostiene a todos. Esa pintura une cada palabra de nuestras vidas, cada libro que nos ha dedicado El Arquitecto. Es la cima misma de lo que siempre podrá ser. Son esos susurros del Pintor los que mantienen quietas las Campanas, y cuando calla, estas replican. Con un sonido grave, que sin dejar de parecerse al tañer de una campana normal, parecía un cántico antiguo, como si los instrumentos tuvieran una garganta oscura y profunda, llena de maldad.

Fui expulsado de la Onírisis y pasé a un vacío, a esa oscuridad que se cierne sobre uno cuando pierde el conocimiento o está a punto de despertarse. Pero con una diferencia: Estaba consciente. Son muchos los seres que pude atisbar en aquel sueño del que todos formamos parte, pero hubo unos que sin duda me infundieron más horror del que podría jamás describir. En cuanto miré a mi alrededor sentí un fulgurante rugir que se ahogaba en la infinita nada que habitaba. Ahí viven, ahí residen. Fuera de la existencia misma. La oscuridad reinante no me permitió verlos, mas no sé si aquello fue un golpe de suerte o no. Pues su sonido, tan gorgoteante como el tañer de las Campanas de la Onírisis, solo hace que mi imaginación de lugar a algo que no quiero ni pensar. La sola idea de su existencia me estremece, me apuñala la razón y me hace sufrir desconsoladamente al comprender que somos la porción más pequeña, innecesaria, frágil y prescindible del grano de arena más insignificante de la playa más nauseabunda.

Continué por muchas noches induciéndome el sueño como lo hizo mi antecesor, pues quería conocer más. Quería dotar a nuestro pueblo del Conocimiento. Y en una de esas noches fue que me encontré con una de las Entidades que ahí residen. Tomó ante mí la forma de una mujer cuyo cabello plateado flotaba en el aire. Tenía los ojos púrpura, y el mirarlos me produjeron un horror tan terrible como el de los seres que escuché en el Vacío. Eran profundos e incomprensibles para mí. Supe enseguida que ningún hombre debía mirar entonces a los ojos de aquella cuyo nombre me fue susurrado en la mente: Myldthryth.

Bajé la vista y pude ver que Myldthdryth no tocaba el suelo por muy poco. Supe enseguida que podía caminar si así lo quisiera, pero simplemente, no lo hacía. Levitaba ligeramente con unas túnicas hechas de luz. Me reveló que había otros cinco como ella. Me llevó entonces a un sueño nuevo, pero tan real como la propia vigilia. Me encontré entonces en una extraña estancia que me hablaba porque así lo permitía Myldthdryth: Era una biblioteca enorme, tan grande como mi propio palacio. En los interminables estantes se amontonaban pergaminos, libros y toda clase de extraños artefactos que no sabría describir. La Biblioteca me dijo que Myldthryth era la única que podía viajar a través de ella, y me reveló su apodo entre los suyos: La Merodeadora.

Los libros entonces silbaron dulcemente, como campanillas mecidas al viento, y me sentí en la necesidad de seguir su música. En la Biblioteca reinaba la oscuridad, salvo por escasas velas aquí y allá que permitían encontrar el camino para visitantes como yo. Myldthryth no necesitaba luz ahí dentro, pues conocía cada rincón de ese lugar desde hacía milenios. En mi recorrido por sus dominios encontré unos extraños seres: Siluetas similares a humanos que iban cubiertos por una capa y encapuchados. Al igual que su señora, no tocaban el suelo. Sostenían una lámpara que emanaba una luz esmeralda. Susurraban algo que no alcancé a oír. El lugar me dijo que no me acercase a ellos, pues eran los guardianes de la biblioteca y debía permitirles cumplir con su deber. La Biblioteca, pese a tener vida, solo podía ver a través de esas luces. Los guardianes eran hombres que antaño se habían atrevido a alterar la paz de Su Señora. Myldthryth se adueñó de su alma, de su existencia. Y ahora vagaban en silenciosa agonía cuidando de sus tesoros.

La música me llevó por interminables salas y pasillos hasta una enorme estancia, de cinco alturas distintas, con columnas talladas con la historia de una civilización distinta en cada una de ellas. Civilizaciones ajenas a nuestro mundo. Ahí las luces verdes iban y venían, y los libros silbaban con más sonoridad. Entonces vi que la fuente original era la propia Myldthryth, mas su aspecto ahí era aterrador. Su vestidura estaba apagada y rasgada, y los andrajos al igual que su pelo se mantenían suspendidos en el aire. Sus brazos eran huesudos y cenizos. Solo supe que era ella porque así me lo susurraba en mi mente. Así era como la veían los guardianes, y por eso me era mostrada con ese aspecto. Me señaló entonces un manuscrito. Arriba del todo, en una lengua que pude entender porque así me fue enseñada por mi anfitriona, se leía: Los Sabuesos del Tiempo.

Pregunté por qué me enseñaba eso. Agitó su mano huesuda con paciencia y continuó señalando el manuscrito. Me pregunté quién podría haber escrito algo así. ¿Habría sido ella? Myldhtryth entonces insistió silbando a través de los libros. Procedí a leer. Transcribiré lo que recuerdo: Los Sabuesos del Tiempo son seres materiales que habitan el vacío más allá del Sueño. Quien escribió aquel texto, expone que estuvo largo tiempo observándolos. Físicamente solo anotó que estaban famélicos, pues se alimentaban de aquellos que buscaban que las cosas pudieran no ser lo que son, mas poca gente había logrado encontrarlos. Se habla de civilizaciones futuras, de una Entidad que busca domarlos, pues ellos guardan el Tiempo y lo sostienen como las rocas de un acueducto impiden que el agua caiga de él. Todo ser, incluidos Myldthryth y los suyos, los temían, pues se cree que nacieron de una pesadilla del Arquitecto anterior al Sueño en el que vivimos. Y aunque este les buscó un propósito, exceden los límites de su propia realidad.

Myldthryth se acercó a mí, y sus pasos se escuchaban como un leve y nauseabundo soplido. Sus ojos púrpura tenían la misma fuerza que en la Onírisis, aunque su cara era cadavérica. Como si entre un encuentro y otro hubieran pasado millones de años. Quizás fue así. Me dijo entonces, con su voz dulce y melodiosa que los Sabuesos me habían olido. Que temiese el tañer de las campanas. Porque nunca dejan de oler a las presas que cazan. Me recordó que mirase cada rincón, pues esas bestias habitan en lo inhabitable, existen en la inexistencia, y jamás descansan.»

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