5. Las bestias del vacío (segunda parte)

164 27 2
                                    

El pulso de Álvaro empezó a acelerarse drásticamente. El doctor corrió al dosímetro y volvió a sedar al paciente. A los pocos segundos, volvía a reinar el silencio. Ninguno salía de su asombro, y todos se preguntaban qué era lo que estaba pasando, qué había vivido ese pobre loco para terminar de esa manera. El médico y Rocío se miraron. Ella lo hacía en busca de una explicación médica a las cosas que decía; él esperaba que lo que no le tomasen por loco por lo que se disponía a decir.

—¿Han oído hablar del Grimorio de los Reyes? —los policías se quedaron boquiabiertos— Mejor vengan a mi despacho.

Las enfermeras se asomaron al pasillo cuando escucharon el suave chirrido de las bisagras de la puerta. José Antonio no dudó en decirles que no había nada que mirar, que por favor siguieran a lo suyo. El resto del hospital continuaba en un silencio cada vez más extraño, como si la atmósfera que se vivía ahí fuera anormal. Rocío continuaba trasteando con el reloj.

—Doctor, ¿es normal este silencio en el hospital? Casi parece que estuviéramos solo nosotros —puntualizó José Antonio.

—Como si fuera un sueño, ¿verdad? —añadió el médico ya en la puerta del despacho. Los policías asintieron— Lleva reinando el silencio desde que ingresaron a Álvaro. Ciertamente, pensaba que todo esto era, por decirlo de algún modo... Casual. Pero esas últimas palabras que ha dicho... —Rocío lo interrumpió:

—Lo de las campanas y todo eso, ¿no? —El médico asintió con la cabeza.

—Palabras de un demente. Estará en shock —dijo José Antonio.

—Sí, eso pensaba yo —el doctor se sentó en su cómoda silla de cuero negro y, con un gesto, invitó a los investigadores a que se sentasen al otro lado de la mesa—. Verán, una de mis aficiones es todo lo relacionado con lo paranormal. En mi trabajo he podido ser testigo directo de hechos realmente perturbadores.

José Antonio se sintió rápidamente identificado con esa afirmación, pues él mismo había tenido que guardar silencio en torno a los acontecimientos que habían envuelto algunos de los casos que había investigado. Sin ir más lejos, durante la conspiración de Lupus Technologies vivió hechos que pusieron en duda su propia cordura. Por primera vez en su vida, supo lo que era el miedo. Miedo a los hombres, a lo que estos eran capaces de llevar a cabo, las maneras que tenía el ser humano para pervertir la Creación. En la misma sede de Lupus Technologies pudo asomarse a través de una diminuta ventana al futuro que deparaba a la Humanidad. Y sin embargo, aquella ciencia quedaba en pañales frente a los horrores que esa misma noche iba a empezar a destapar.

—Cuando uno ve ciertas cosas, necesita buscar explicaciones más allá de las proporcionadas por la ciencia. Y durante mis innumerables tardes de pesquisas acabé leyendo en la red acerca de un libro. Un libro que, dicen, es más antiguo que el Hombre. Es conocido como El Grimorio de los Reyes. En él se habla de la creación del universo mismo, de este mundo y de otros. Habla de criaturas horribles que acechan a la tierra como una leona antes de saltar sobre su presa. Seres que nos obligarían a cambiar nuestra concepción del cosmos, del tiempo e incluso del espacio mismo. Dicen que quien lo lee acaba perdiendo el juicio. El ser humano no está preparado para tales conocimientos.

—¿Qué? —interrumpió Rocío.

—Oiga, suena condenadamente interesante, de verdad, pero no tenemos tiempo. Estamos cansados y...

—¡Esperen! Lo que quiero decir es que lo que ha dicho Álvaro podría tener cierto sentido —José Antonio suspiró—. He leído sobre ello: Sobre la Campana de la Onírisis, el Príncipe de Adab... Todo eso viene recogido en ese libro.

—¿No acaba de decirnos que quien lee ese libro puede acabar loco?

—Yo no he leído nada, pero durante siglos muchos son los que se han atrevido a leer fragmentos y los han transcrito para que otros pudieran tener una idea de lo que contienen esas páginas. Lo importante de todo esto, es que ese libro habla de unos seres, unos cazadores temporales conocidos como las Bestias del Vacío.

—Y piensa que esas bestias han atacado a Álvaro, ¿no es así? —José Antonio tenía cada vez menos paciencia.

—Así es. Ese pus azul que encontraron cerca de mi paciente... Les apuesto lo que quieran a que los chicos del laboratorio van a ser incapaces de detectar la sustancia. Porque no pertenece a esta realidad. Según se dice, nadie ha sobrevivido a un encuentro con esos monstruos. Son los mejores cazadores que existen, pues huelen a sus presas a través del tiempo. Que Álvaro haya sobrevivido es extraño. No sé cómo habrá podido pasar, pero ha ocurrido. Está vivo, y con total seguridad el precio que ha tenido que pagar es su cordura.

—Se acabó. Vámonos Rocío, no tenemos tiempo para esta sarta de tonterías.

Ambos se levantaron. Rocío echó un último vistazo al reloj de pulsera de Álvaro y se lo devolvió al doctor:

—Se había quedado pillado. Supongo que por el golpe que recibió al ser lanzado en el ascensor. Lo he reseteado, pero no sé cómo ponerlo en hora.

El doctor Nespral cogió el reloj. Marcaba las 20:58 horas. Después, acompañó a los investigadores hasta la recepción donde aguardaban las enfermeras. Esta vez no había nadie. José Antonio se asomó a la salita que había al otro lado del mostrador, pero estaba vacía y oscura. El doctor Nespral entró dentro lanzando un escueto «¿Hola?» Nadie respondió.

—Se supone que aquí tendría que haber alguien —musitó.

José Antonio no quería creer lo que su cabeza había empezado a cavilar. Sin quererlo, comenzó a creer en toda esa retahíla de chorradas que había proferido el doctor. Estaba pálido, con el pulso acelerado, tratando de comprender todo aquello. Tratando de asimilarlo como podía mientras barajaba toda clase de explicaciones que pudieran acoger una situación tan dantesca como aquella.

—Doctor, ¿ha atendido a algún otro paciente esta noche?

—Sí, por supuesto.

—¿Y dónde están? —concluyó José Antonio.

Rápidamente, los tres comenzaron a recorrer el oscuro pasillo, abriendo cada puerta, buscando a alguien. Todas las habitaciones estaban vacías. Rocío sintió que su pulso comenzaba a fallarle. Estaba empezando a comprender lo que pasaba. Rodeada de la soledad de la habitación en la que había entrado, procedió a mirar en cada esquina. «No se mueven en espacios que conocemos, se mueven entre ellos», pensó. «Huelen a sus presas más allá del tiempo». Con la respiración entrecortada, afloró un último razonamiento en la mente de Rocío: «¿Dónde estamos?» Lentamente se acercó a la ventana, que permanecía cubierta por una cortina opaca. Con el terror corriendo por sus venas, se decidió a apartarla para mirar qué había en el exterior. En el umbral esperaba José Antonio junto al doctor Nespral. Rocío ahogó un grito y rápidamente se apartó. Su compañero le preguntó:

—¿Qué pasa? ¿Qué has visto? —la expresión de terror de la chica había provocado que sus ojos estuvieran a punto de salirse de sus órbitas.

—Nada —susurró—. Ahí fuera, no hay nada.

Más allá de la ventana, todo lo que había era oscuridad y vacío. No había una descripción mejor que la que Rocío había proporcionado. Un gruñido gorgoteante emergió de entre las paredes de la habitación. Instintivamente, José Antonio llevó su mano derecha a la cartuchera profiriendo un sonoro «¿quién anda ahí?» El doctor Nespral le puso la mano en la boca y le pidió silencio. Sobre sus cabezas podía escucharse el sonido de unas garras clavándose lentamente sobre alguna superficie metálica. Rocío se acercó a ellos instándoles a salir de la habitación, y mientras cerraba la puerta, dijo:

—Álvaro tenía razón, doctor. Las bestias... Ya vienen. —El médico tragó saliva y agarró con fuerza el reloj de pulsera de su paciente. En la esfera volvía a aparecer un terrible mensaje: Error 2808.

Error 2808Donde viven las historias. Descúbrelo ahora