Capítulo 19: Diego

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El padre Facundo había dado una misa en la que todo el pueblo oró por el alma de Antonio Pérez Esnaola

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El padre Facundo había dado una misa en la que todo el pueblo oró por el alma de Antonio Pérez Esnaola. Julia de Duarte, la hermana del cura, había interpretado en su honor una hermosa canción. Pablo Ferreira, incluso, la había confundido con uno de los ángeles del Cielo. Sus comentarios no pasaron desapercibidos para Sofía, quien tomó fuerte del brazo a Diego y no lo soltó durante toda la ceremonia.

Luego del entierro Roberto Páez tuvo que atender negocios urgentes en la ciudad y le permitió a Isabel regresar a la estancia La Rosa para que acompañara a su madre en el dolor de la pérdida. Con Catalina confinada voluntariamente en su habitación, Óscar se vio obligado a ocuparse de administrar las finanzas de su fallecido hermano. Pese a que Isabel estaba dispuesta a ayudar a su madre a organizar sus cuentas, su tío descartó la idea enseguida; pues ella no era más que una mujer y además, ahora pertenecía a la familia Páez.

El mes más doloroso en la vida de los Pérez Esnaola había transcurrido y poco a poco la vida en la estancia parecía ir recuperando la normalidad. A pesar de que la ausencia de su tío aún le pesaba a Diego, una parte de él se alegraba de que Julia hubiera llegado a sus vidas. La joven viuda había cautivado a Pablo con su belleza y lo mantenía lejos de Sofía que se mostraba fría y distante con él cada vez que se encontraban.

Las malas lenguas comentaban que Isabel había sido devuelta, pero a mediados de ese mes Roberto Páez se presentó en la estancia para llevarse a su esposa. A pesar de que la muchacha insistió en que su madre aún la necesitaba, su marido se mantuvo firme en que debía regresar a su casa.

—Amada mía, podrás seguir visitando a tu madre cuando lo desees, pero nuestro hogar resulta frío y vacío sin tu presencia —le dijo Roberto a su mujer.

Como Catalina seguía en su habitación, Isabel buscó apoyo en los ojos de su tía, pero no lo encontró.

—Tu madre tiene otras dos hijas que pueden cuidarla. Tu deber es ir con tu marido y darle un hijo varón. Ya no perteneces a esta familia, ahora eres una Páez —sentenció María Esther.

Isabel guardó sus cosas y se marchó junto a Roberto. A partir de ese momento ya solo la veían los domingos en la iglesia y su marido siempre estaba presente en las conversaciones que tenía con su familia.

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