22. A la espera de nadie

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Boris pasó sus primeros días de condena evadiendo la comida, el sueño y la palabra. Permanecía acostado sobre un colchón fino, hipnotizado ante la luz y el calor que penetraba desde la pequeña ventanilla enrejada de su celda.

Los días pasaron sin tener novedades de sus padres. No se habían presentado en el juicio ni en la penitenciaria. Llamó a sus amigos, pero estos aparentaron estar apurados y le sugirieron no volver a contactarlos. El único que seguía a su lado era Eitan, que de haber podido actuar bajo su propia voluntad, hubiese sido el primero en dar el paso al costado.

─¿No tienes nada mejor que hacer? ─le recriminó a su ideal─. No me esperes. No saldré de aquí pronto.

Eitan, desde la cama contraria destinada a un futuro segundo huésped de la celda, contraatacó:

─Despreocúpate, saldrás más temprano de lo que deberías.

─Yo no fijé la condena.

─De poder hacerlo, ¿cuántos años de prisión te asignarías a ti mismo?

─No quise matarla.

─Pero lo hiciste. Esa será tu condena eterna ─Eitan lo predicó como concediendo una maldición con su vara justiciera al brujo más malvado del reino.

Boris ignoró sus palabras y siguió esperando que alguien lo llamara desde la sala de visitas. Con cada guardia que se presentaba para anunciar el nombre del siguiente afortunado, Boris se aproximaba; al instante retrocedía cuando otra celda se abría.

Dos horas más tarde, cuando ya perdió las esperanzas por completo, un oficial destrabó la puerta y lo deleitó con la noticia que estaba esperando escuchar:

─Vinieron a verte.

─No puede ser... ─se le escapó a Eitan.

Por un instante, se quedó congelado en su sitio y por poco perdió de vista a su terrestre, hasta que la curiosidad por descubrir quién era el lunático que fue por él lo puso en marcha.

Boris cruzó la sala de visitas, se sentó en una mesa frente a un asiento vacío e inspeccionó su alrededor en busca de un rostro familiar. Escuchó golpes de tacones marchar por detrás, y cuando se detuvieron, una mano temblorosa de uñas pintadas de blanco sujetó la silla. Escaneó a su visita de pies a cabeza: zapatos grises de plataforma, pantalones negros y holgados, blusa opaca del mismo color, un collar de oro, y un cuello que se ensanchaba con cada bocanada de saliva que se diluía en su garganta.

─Felicia ─pronunció, desconcertado, cuando llegó al rostro.

─¡No puede ser! ─exclamó Eitan con furia. ¿Por qué a su hermana se le ocurriría perder tiempo con semejante idiota?

Cuando ella se sentó y quedó a su altura, Boris advirtió que no llevaba puesto maquillaje. Estaba exhibiendo un semblante desalineado por primera vez desde que la conoció. El cabello, que normalmente recogía con un rodete prolijo, esta vez caía sobre sus hombros y se enredaba en los botones de su blusa.

─Seré breve ─determinó ella, evitando el contacto visual─. En el tribunal no creyeron palabra de lo que dije. No me importa. Yo sé que no miento, y tú también. Pasé estos últimos días odiándome por no haberte delatado a tiempo y haber permitido que lastimaras a alguien más. Pero luego comprendí que a la única persona que debería odiar es a ti.

─Escucha...

─¡Escucha tú! ─gritó Felicia y despertó a los fisgones que ocupaban los asientos próximos, entre ellos, a Eitan, cuyo enfado se transformó repentinamente en entusiasmo─. Eres miserable. Desprecias todo lo que ves, destruyes todo lo que tocas. Crees que te resguarda un poder superior que te permite generar caos y jugar con los desechos. ¡Pues mira donde terminaste! ─Señaló a cada uno de los presentes uniformados─. Pronto saldrás de aquí porque la mal nombrada "justicia" fue muy generosa contigo, pero tu suerte no te liberará. Dentro de unos años, volverás a hacer de las tuyas y te encerrarán otra vez, porque tu problema no fue haber cometido un error. Tú eres el problema. Keisi pudo haber sido yo; yo pude haber sido cualquier otra mujer. Lo único que no varía eres tú.

Idealidad: El retorno al origenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora