Capítulo 27: El Réquiem de la muerte - Parte II

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Era un ave herida, cayendo a media noche, sin posibilidad de retorno. El corazón se me desbarataba contra el destino vertiginoso, las lágrimas huían vanamente del monstruo que me atraía a la tierra; la gravedad. Rugía con el viento, alaridos de excitación ante el cuerpo que pronto sería suyo. Desparramado en la piedra: un rostro irreconocible, pupilas reventadas, los huesos fuera de su sitio y un último suspiro agónico. Eso sería yo, el vestigio de una vida trágica con un final catastrófico. Patética, la mujer que luchó por todo, pero se fue sin nada.

Aunque la caída era rápida, el camino parecía prolongarse. Mi percepción de la realidad se trastocaba ante la desesperación; lo que ocurría distaba de lo que sentía, como consecuencia, el tiempo adquirió otro ritmo, lento, casi pausado. En el límite de la vida, el subconsciente se resiste al destino. Quizás, realmente nadie desea morir, somos seres de vida; y por ello, cuando la muerte sujeta nuestra mano, en un acto instintivo, la mente se transporta a todos esos momentos de trascendencia, instantes que parecen perpetuos, y a la vez, transcurren en tan solo un pestañeo, buscando el detalle más mínimo, para que la vida cobre sentido, para poder luchar. Y así, sin quererlo, lo buscaba. Iba y venía entre recuerdos gratos y dolorosos.

Primero: una mujer sentada junto a la ventana, siempre contemplando el horizonte, mi madre. Luego, un viejo pendiente colgando en su mano izquierda: el recordatorio de mi padre. Una niña refugiada en la ignorancia: yo. Ojos ajenos escudriñando, los ragonenses. Plegarias sin respuesta hasta que no hubo quien rezara. Besos en la frente para calmar el miedo, cantos para apagar el llanto. Promesas para dar esperanzas, ilusiones para no volvernos locas. Y luego, la felicidad se fracturó ante el choque con la realidad: Saomi muerta, una niña huyendo, cazada por su propia gente, hacia un destino tan cruel, como el de que huía.

«Mamá —pensé avergonzada, mis labios se movieron sin poder llamarle—. Perdón»

Mi mente siguió, imágenes de Ragoh, un hogar perdido. Luego, el bosque bermejo, un hogar perverso. Galael, un atisbo de esperanza. La horda, Mirtrhim, Vida y la Creadora: una carga inmensurable en los hombros de una niña cuyo mundo se reducía a una torre.

Desde que nací la vida fue una carrera que iba perdiendo contra el tiempo. Ser fuerte para resistir al encierro; huir de Ragoh para liberar a mi madre; correr al bosque para salvarme; pelear para salir de él; saltar a la muerte para huir de mis errores. Siempre, siempre corriendo.

«Siempre huyendo».

Un fuerte dolor me desorientó, me había golpeado contra una saliente de rocas. Dolía, dolía tanto. Morir era un suplicio.

«Solo un poco más»

Me supliqué para no arrepentirme, para no caer en medio de gritos y pataletas. Pero mi cuerpo hacía otra cosa, a escasos metros del suelo, se resistía a morir. Tal vez fuera el instinto o un reflejo, pero luchaba. El recipiente combatía aun cuando hacerlo carecía de sentido. Nadie desea morir. Por eso, cuando algo se cierne sobre el cuello las extremidades pelean, los pulmones buscan oxígeno desesperados; el corazón se estruja y las manos se aferran al pecho para resistir lo inminente; se quiera o no, se lucha. Es una fuerza primaria, salvaje, ajena y propia a la vez: nos impulsa a correr, a defendernos, a gritar. Y esa voz sin sonido, ese pensamiento sin forma, esa voluntad que no sentía mía, me impulsaba a sujetarme de cuanto podía, el resultado: una muñeca rota, una llovizna rojiza, un dolor indescriptible.

«Es el fin —pensé, para darme consuelo y resistir lo que restaba—, después, no habrá más dolor»

Cerré los ojos, me cubrí el rostro y respiré hondo. Y fue ahí, en ese último instante, que todo se paralizó con una voz, una oración, un reclamo y un cuestionamiento:

La Bruja del OlvidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora