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Tres meses antes

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Tres meses antes. Rotherham, Inglaterra.

Permanecía con la cabeza gacha, murmuraba palabras que no podían ser descifradas, mientras movía sus dedos tamborileándolos sobre la pila de hojas y libros que permanecían acumulados sobre el viejo escritorio de su padre. De la vela sólo quedaba un cuarto, y aún demasiado por hacer; por lo que se recostó levemente hacia atrás, mientras abandonaba la pluma a un costado y rascaba su frente con los dedos entintados, dejando la huella oscura en aquel lugar. Cerró sus ojos para darles algo de descanso, mientras oía el crujir de las estanterías desvencijadas y gastadas del tiempo y los años. Inspiró el olor a hierbas, esencias y flores mezcladas, que provenían del pasillo que culminaba en el almacén de la vieja botica, pues olía a su padre, ese perfume a respeto, a ideas y a todo lo que él era. Sus labios se apretaron un instante para contener sus lágrimas y cuando el entrecejo y su garganta dolieron por la tensión, abandonó su puesto decidida a no llorar, ya había aguantado demasiado esos días. Tomó la puerta y el pasillo hacia la cocina, necesitaba un descanso de tantas cuentas y pesares y un buen café que despabilara su mente. Puso agua en el fuego, encendió una vela y se dirigió hacia la botica. Entornó la puerta cuyas bisagras crujieron como cada mañana cuando él comenzaba el trabajo, y frente a ella encontró aquel lugar que olía a niñez, a cariño y a todo lo que amaba. La claridad de la vela apenas si alcanzaba para divisar sus anotaciones, bolsitas con hierbas aromáticas y medicinales, frascos color crema y azules con especias y conservas: Lirio del Valle para la memoria, sanguijuelas en agua, grasa de zorro para los problemas del pecho, jarabe de manzanilla, nuez moscada, clavo, canela, poeonía y muchos más. Sobre el mostrador descansaba su libreta y el libro de recetas, con sus agregados y modificaciones al margen para corregir alguna proporción o medida. Sonrió apenas y acarició con el dedo aquellos garabatos que claramente correspondían a la letra de su padre. Parecía que no se había ido, aún su voz llamando su nombre con dulzura, retumbaba en su memoria como si las oyera en aquel mismo instante. Un hombre mayor, que había enviudado poco tiempo después de que ella naciera y a fuerza de voluntad y amor, la había criado lo mejor que él había podido, ayudado e instruido por su cuñada que había insistido en pulir sus modales y convertirla en una señorita. Le debía todo lo que era e incluso ese amor por la medicina que le había inculcado casi sin saberlo; y sus preparados más destacados, cuyas recetas podía recitar de memoria. Lo extrañaba demasiado, cuatro días parecía nada, y pensó que el tiempo no haría sino empeorar el sentimiento que la inundaba.

Se sentó en la vieja silla y repasó lo que había frente a sus ojos, un candelabro, pluma y tintero, papeles amontonados, un mortero y el pilón, una balanza y la libreta. La cogió en sus manos y al abrirla apretó su frente sorprendida, pues encontró ante sus ojos la letra de quien había sido su prometido apenas unas semanas atrás. Allí había guardado la carta devastadora de Greg, a quien ella culpaba de sus angustias tan profundas y probablemente la gota que había rebalsado su corazón haciéndolo claudicar. Inspiró profundo y por un segundo se preguntó si sería prudente infligir su privacidad, pero después de todo, ella era parte de eso, lo había sido, y sin duda lo seguiría siendo, pues su corazón había quedado marcado para siempre al igual que su dignidad, y estaba segura que no volvería a confiar en ningún hombre.

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