El dolor nunca te abandona

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Aparto mis pensamientos de las palabras de Xio temiendo que sus predicciones acaben cumpliéndose.

Silvia ha traído las carpetas con los casos más primordiales. No existen días tranquilos en la oficina, al parecer los divorcios son el pan de cada día, tras todo lo que me ha tocado vivir con cada uno, me pregunto: ¿Cómo es que la gente sigue queriendo casarse? Algunas veces debo ir a tribunales por una resolución, pues muy pocos son indulgentes consigo mismos y terminan convirtiendo la separación en una cacería sangrienta.

Claro que hay ocasiones en las que todo se resuelve en la sala de juntas del bufete y otras en las que la última palabra la tiene un juez si hay bienes a repartir o en su caso, custodias por algún hijo de la pareja. Siempre debo lidiar con peticiones irracionales o de último momento, no es lo que me gusta, sin embargo, soy buena en ello. Escasas han sido las ocasiones en las que me he topado de bruces con matrimonios que llegan a su fin, porque existe violencia intrafamiliar; en esas ocasiones no he podido dejar de pensar si dedicarme a esta parte donde soy más que una mediadora de personas muchas veces egoístas, es en realidad lo que quiero o lo que necesito.

Desde pequeña siempre quise estudiar leyes para defender al más desvalido, pero debo admitir que me he vuelto algo fría y poco conectada con la vida de otras personas, he sido aprensiva con mi propio dolor, solo cuando emerge una situación en la que veo amenazada la vida y estabilidad emocional de uno de mis clientes me permito ser más vulnerable. Eso me recuerda a Alexander, él solía ser mi ancla a tierra, la parte más sensible y humana en mí, esa parte que se fue con él aquel día fatal.

Abro la pequeña gaveta en mi escritorio y me encuentro de frente con su rostro. Esa arrebatadora sonrisa que iluminaba mi mundo colmándolo de tranquilidad. No puedo evitar sentirme triste, la había dejado allí la última vez que lloré en la oficina, enojada por haberme sentido tan marcescible. Fue un día de esos malos, en los que tu fe puede quebrantarse hasta casi romper el hilo frágil de la realidad y la esperanza

Una de mis clientas en una costosa separación, había sido víctima de maltrato en su matrimonio por parte de aquel barbaján que tenía por marido, —apenas logré descubrir semanas antes lo que sucedía a puertas cerradas en aquel matrimonio—, pero con la ayuda de Xionela mi amiga en la fiscalía de atención a la víctima, pude orientar a mi clienta sobre qué pasos seguir para una denuncia formal, la pobre mujer estaba aterrada. No obstante, debía hacer frente, pues en algún momento su marido se enteraría de sus planes de divorcio, sabía que él no la dejaría irse tan fácil, fue un plan algo iluso pretender dar un paso sin que él lo supiera. No obstante, habíamos logrado darlo con la adrenalina fluyendo veloz por nuestras venas. Si bien el hombre estuvo preso, no significaba un triunfo, sabíamos que eso lo pondría aún más molesto e iracundo, era como estar llevando al toro directo a las corridas luego de azuzarlo con banderines y espadas.

No estuvimos tan erradas después de todo y cualquier esfuerzo por mantener al margen al marido de mi clienta fue en vano, este logró salir con ayuda de un juez y fiscal corrupto, y lo primero que hizo fue ir por la mujer. Delante de su propia familia e hija, le propinó dos disparos que acabaron con su vida. Él cumplió su promesa. Ese día al recibir esa trágica noticia sentí que la frustración aunada a la impotencia podía flagelarme. Todo volvió a acumularse en mi interior, aunque siempre me había mostrado fría y distante ante el ojo clínico de los que me rodeaban en los tribunales incluso entre mis compañeros de trabajo.

Fue un caso tan doloroso que la culpa derribo de nuevo mi fe por lo que me cuestioné: ¿Qué había hecho mal? ¿En qué fallé? ¿Cómo no lo vi venir? ¿Cómo no pudimos protegerla, si era obvio que él no descansaría? Ella con nuestra ayuda le había quitado la máscara ante una sociedad que lo creía un ser impoluto y justo. El dinero puede hacer eso, comprar máscaras y voluntades.

Recorro con mis dedos la imagen dentro del marco plateado y protegido por el vidrio. El azul de sus ojos y la sonrisa transparente que ambos teníamos el día en que nos comprometimos, mirarla ha despertado sensaciones y remembranzas que dejé tiempo atrás enterradas en un sitio oscuro y frío al que volvía cuando las sentía aproximarse.

El día en que nos hicimos esa foto, fue uno de lo más felices de mi vida junto a él. Antoniette, resultó ser la cómplice perfecta y quien había captado el momento justo en que nuestros rostros quedaron frente a frente. Tanto brillo y tanta magia. Tanto amor, cualquiera podía predecir entonces con solo mirarnos, una vida plena y feliz.

¿Por qué será que algunos tienen que irse antes de cumplir con sus propias expectativas? ¿Qué razón puede haber ante la partida involuntaria de alguien joven y amado, con tanto amor para dar?

Una lágrima traicionera se resbala por mi mejilla. Estoy abrumada y por primera vez en días tengo que esforzarme en parecer impasible así que limpio con habilidad mi mejilla y dejo la foto dentro de la gaveta, antes de ser capturada en uno de mis momentos de debilidad.

Tocan con sutileza la puerta de mi oficina, así que trato de recomponerme, porque mis cabellos caen por mi rostro, los meto detrás de mis orejas con calma mientras persiste el sobresalto de quien es sacado de concentración.

—A las dos de la tarde —Hernán, abre la puerta mientras da indicaciones frente a mi oficina, sin darme mucho tiempo.

—Belle, belle, belleza... Que alegría verte ya repuesta —juega con mi nombre como de costumbre y me besa en la mejilla. Trato de asir con el pie uno de mis zapatos que yacen bajo el escritorio, pero es inútil, me afano en atajarlo con uno de mis pies y mirar a Hernán mientras habla, el zapato se aleja hasta salir de debajo del escritorio.

Respiro de impaciencia.

—Hernán, gracias —asiento—. Parece que andas con escaso tiempo.

—Estoy solo de pasada, voy saliendo a tribunales un caso de robo y aprovechamiento ilícito —se detiene y me sonríe—. ¡Bah! Pero para qué te agobio con ello. Pasaba para ver esos hermosos ojos cafés.

Me mira con una de sus tantas sonrisas de abogado astuto, que te ha pillado en un incómodo momento y desvía la mirada a mis pies que luchan por alcanzar mi estúpido zapato.

Bien ahora es incómodo, Hernán toma mi stiletto y lo coloca sobre el escritorio diciendo—: La princesa ha perdido su zapatilla y aun no sale huyendo.

Lo miro y sacudo la cabeza con una sonrisa.

—Gracias, pero lástima que no seas el príncipe encantador —bromeo con él.

—Hieres mis sentimientos —sigue mi juego llevándose una mano al pecho—. Me alegra que hayas vuelto, temía que me dieran en cualquier momento uno de esos casos tediosos de divorcio —tuerce el gesto con desagrado—. La gente no entiende que, termina gastando más en el divorcio que en la boda.

—Sí, sí, ya sé... no deberían casarse, para que esa jodida si no es necesario un papel —ambos terminamos al unísono, lo he aprendido de memoria, de las tantas veces que me lo ha repetido.

Mi amigo y colega, no cree en el matrimonio y dice que atender a gente inconforme de su vida en pareja que opta por divorciarse, requiere de una paciencia que él no está dispuesto a emplear y le causan un tedio a muerte. Él disfruta de las confrontaciones y evidencias o agravantes a presentar en un tribunal.

Me guiña un ojo e instantes después se ha ido y estoy sola de nuevo entre las cuatro paredes de mi oficina, pero este ha sido mi refugio por casi tres años, reviso una a una las carpetas que yacen en mi escritorio, me deshago de los zapatos de tacón y los cambio por unos más cómodos y bajos, ya que mi columna aún está resentida por el accidente.

Cuando fijo la vista en el reloj son las once de la mañana, siento como comienzan a formarse los nervios en una mezcla de ansiedad y expectativa, como si se tejieran telarañas en mi estómago, soy consciente de que no es la primera vez que me sucede, al igual que reconozco a qué se debe esa construcción que, aunque subrepticia logra anunciarse.

Tomo un sorbo de agua, pero esta me cae como plomo en el estómago, no es el agua, soy yo», y al mirar de nuevo el reloj solo han pasado cinco minutos, estoy meditando acerca de lo lento que transcurre el tiempo.

—Necesitas volver al trabajo. ¡Concéntrate! —Y pretendo hacerlo tomando una de las carpetas sobre mi escritorio de nuevo.

Con miedo a amarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora