PARTE III

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Mi mamita decidió visitarme a los dos meses de aquel infierno; estaba más delgada y ojerosa, era más o menos lo que me esperaba encontrar. Fue ella quien se llevó la sorpresa al verme.

Nunca me consideré guapo. O deseable.

O siquiera material para ser visto en la calle dos veces.

Pero era todo eso y más para la gente de la cárcel.

En el largo de dos meses, mi cuerpo siempre escuálido estaba marcado de moretones. Algunos eran manchas violáceas pasajeras, otras directamente negras de ser repetidas cada noche. Como marcas de dedos en mi cuello, o rodillas a medio cicatrizar que no me molesté en cubrir.

¿Cuál era el punto?

Yo no era el chico que mi madre había criado, y ella lo entendió mientras su vista me recorría de pies a cabeza y reparaba en el vestido que llevaba. En el maquillaje que me había llegado recientemente y que aun necesitaba aprender a usar para obtener un mejor resultado. Sin embargo, sin importar la cantidad de cambios físicos, estos no se podían comparar a los cambios dentro de mí.

A la violencia que había sufrido y que lejos de alarmarme, me parecía normal. A los pensamientos vacíos que nunca me dejaban, la sensación de ser un rompecabezas.

Mi vieja no volvió a aparecer en la sala de visitas de nuevo.

Y con el paso de los días, la olvidé.

A ella. A mi padre. El motivo que me había llevado allí.

Olvidé mi nombre.

Me olvidé de mí.

Y en una noche, mientras aguantaba el dolor del sexo convertido en ultrajo, le grité a mi captar quién era yo.

—Soy Lucy. Lucy...

A él le importó una mierda. Siguió con sus quejidos y su saliva en sus asuntos... mas para mí, para mi fue la verdadera liberación y encontré mi fuente de éxtasis. Mi lugar seguro al cerrar los ojos y verme, como realmente era.

Alta, delgada y grácil. De hombros anchos y caderas enjutas. De cabello rizo y labios rojos. Con pómulos marcados y piel bronceada por el sol.

Era la mariposa fuera de su capuchón. Mi transformación acababa de llegar a su fin tras un crudo invierno. Y florecí.

Yo no necesitaba ser convertida en otra cosa mas que la que era. No necesitaba ser cambiada de maceta o de tierra. Necesitaba el abono correcto. El sol y el agua indicado. Para dejar a mis pétalos ser abiertos.

Con el reconocimiento de mi misma vino el respeto, el orgullo y el amor. Me amaba, como me amaba. Era una hija amada de Dios, estaba hecha como él me había enviado al mundo. Estaba lista para vivir la vida que él había encomendado a cada una de sus criaturas en la tierra.

Así que recé para obtener fuerzas y dar el último paso que le faltaba a mi rosa para ser esplendida.

Conseguí un fierro del camastro y lo llevé conmigo en el cinto por dos días completos, y cuando mi pesadilla vino al fingir yo el sueño, le enterré a mi tormento aquella arma puntiaguda una y otra vez en su carne. Lo penetré con el acero tal cual como él me penetraba sin pudor. Le robé el aliento y la vida... como él quiso hacer conmigo, pero no logró.

Porque yo me amaba, como me amaba.

Entre sangre y muerte, culminé mi acto final.

Hice mi reverencia, limpié mi nuevo accesorio de respeto y  esperé por el mañana. Espero por el digno de mi amor, de mi corazón y de mi renovada alma.

Esperé por mi príncipe azul.

Hecho por las manos de DiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora