La última ofensa

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Despertó en la mañana de un sábado, embriagado por el olor a sudor caliente del hombre con el que había compartido la cama. El perfume amaderado, con un toque de canela, que solía encontrar en la base de su cuello. Su aliento a café, aún grabado en la almohada. La sensación deliciosa del toque de sus manos ásperas, sus besos mojados, y el memorable movimiento pélvico, apretado contra su cadera, colmando de placer cada palmo de piel. Era todo lo que quedaba de Madison; ya que nuevamente lo abandonó temprano, sin despedirse. Al menos no de la forma en que esperaba; lo había sorprendido en la madrugada, susurrándole al oído: «¿Puedo tenerte una vez más?, antes de irme...». Sacha respondió con un beso, escondiéndose de la angustia en el sexo, sin pretensiones por parte de ninguno. Madison fue tan amable, tan dulce que rompió su corazón. Quizá percibió que estaba herido, no era difícil de notar, y quiso, más que nunca, llenarlo. Respetaron cada ruido para no despertar a Holy, cuidando la voz, los movimientos, para evitar que la vieja parrilla de madera se quejara; todo eso hizo el momento más intenso, más íntimo, como si fuera una travesura y temieran que alguien los descubriera.

—¿Me perdonarás por todo lo que te hice pasar?

Me preguntó sin aliento, con su mejilla contra la mía, sobre mi espalda. Intenté recuperar la voz, mi cuerpo todavía temblaba, y mi corazón sangraba abierto. No quería hablar con él, porque estaba inerme, angustiado, y realmente necesitaba muchísimo desahogarme con alguien; soltar mi enojo, mi frustración, pero no quería hacerlo con él, porque cualquier cosa me quebraría y Madison no necesitaba más miseria en su vida, mucho menos hablar de pérdidas.

—Ya te perdoné —contesté bajito, casi en un susurro.

Quería dejarlo así; estábamos bien. Noté su boca curvarse en una sonrisa falsa, porque sabía que Madison no era feliz porque yo lo había perdonado, él no se perdonaba a sí mismo; seguramente estaba intentando conformarse con mi amabilidad. Sus brazos me rodearon con fuerza y minutos después nos quedamos dormidos.

Cuando abrí los ojos, estaba solo. Había una carta en mi mesa de luz y un billete de mil dólares que me hizo saltar de la cama.

—¡Wooooh! —exclamé nervioso, guardándolo de inmediato en el cajón.

Las cosas se estaban poniendo más raras que de costumbre. A mi parecer, Madison tenía mucho tiempo libre como para generar tanto; y yo no estaba dispuesto a meterme en problemas por manipular dinero sucio. Tomé la nota doblada debajo de la lámpara, esperando que me diera una buena explicación.

 Tomé la nota doblada debajo de la lámpara, esperando que me diera una buena explicación

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Releí varias veces, para digerir que él ya no formaría parte de mi vida. Era cierto que nunca fue una relación, lo tuve siempre presente porque tenía miedo de enamorarme. Él me había arrancado de la monotonía en tan sólo cuatro días, enredándome en una rueda confusa de sentimientos muy fuertes, esos que te sacuden y te cansan: placer, dolor, tristeza, alegría. Sentimientos que me encendieron en un aspecto de mí que no conocía.
Mi primer amor fue Giovanna; la mujer más dulce, alegre y honesta que conocí en mi vida. Era joven e ingenuo; mis ojos la percibieron como una diosa, un ejemplo a seguir en aquel negocio turbio del sexo. Aunque también era vanidosa y codiciosa; le gustaba vivir rodeada de lujos, vestirse de pies a cabeza con Gucci o Chanel, lo que la movió a optar por ir al núcleo del negocio en Alemania, donde, si bien existe una buena regularización del trabajo sexual, no quita el abuso de las mafias, que técnicamente esclavizan a sus trabajadoras. Giovanna era pícara, pensaba que podía comerse el mundo, que lo que hacía no traería consecuencias, y había arrastrado a Vanessa a su universo rosa, que acabó negro.

El diablo se llama MadisonWhere stories live. Discover now