8 | Ojos color violeta

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Zoé

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Zoé

Cuando era lo suficientemente alta como para mirar sobre la mesa, y mi padre llegaba ahogado en el alcohol y poseído por la rabia, manteniendo con dificultad el equilibrio mientras entraba por la puerta, mi madre me encerraba en el baño. «Quédate conmigo, mami. No me dejes sola. Tengo miedo.» le chillaba, pero, ella jamás hacía caso. «Si me quedo será peor así que, no tengas miedo, pequeña, tú vas a estar bien.» y se marchaba sin que pudiese hacer nada. Y cuando salía comenzaba una canción siniestra, compuesta por gritos y llantos cargados de rabia y dolor. Lo único que podía hacer era tapar mis oídos y rogar. Rogaba porque apareciese un mago que pudiera llevarse a mi padre y me quitara el terror que gobernaba mi cuerpo.

Una vez que todo terminaba, la tranquilidad volvía a mi pecho y el hambre se hacía presente. No obstante, cuando mi madre abría la puerta y me miraba, el miedo se convertía en una especia de monstruo que me devoraba de un solo bocado. La mayoría de las veces tenía el rostro hinchado y manchado de sangre, y le costaba moverse con normalidad a causa del dolor. Por mi parte, solo lloraba, como la niña inútil e indefensa que era.

Cuando salíamos al comedor, mi padre se encontraba tumbado en el sillón, roncando como la horrible bestia que era. Con lentitud y entre sollozos de dolor, mi madre me daba dos rebanadas de pan tostado con mermelada y un vaso de leche tibia y, me mandaba a mi cuarto para que ella pudiera tomarse una pastilla y descansar un poco. Y allí, en la soledad de mi habitación, lo único que hacía era llorar y rogar. Rogaba porque llegara mi mago a desaparecer todo ese dolor.

Afortunadamente, el señor Vaughn —quien me permitió llamarlo abuelo— apareció en mi vida con su mágico cajón de música. Estaba lleno de teclas, y cada una cantaba una canción distinta. Unas tenían tonos graves y poderosos, algunas eran tristes, y otras bastante alegres que podías sentir mariposas en el estómago.

La primera vez que toqué una melodía lloré frente al señor Vaughn. Me sentí tan patética que no pude evitar hacer una rabieta.

— ¿Qué te sucede pequeña? — susurró con ternura.

—He llorado. — respondí, arrebatándome las lágrimas de mis mejillas con violencia.

— ¿Y no te sientes mejor ahora? — interrogó y entonces, yo me di cuenta de que tenía razón. Tocar una canción era como darte un baño, era incluso más reconfortante que eso pues, mientras que el agua se llevaba toda la suciedad de la superficie de tu cuerpo, la música te libraba de los sentimientos. Buenos o malos, guardar los sentimientos es demasiado pesado para los humanos, y gracias a la música tenía una manera de limpiar mi alma.

Terminé la canción que tocaba dejando una nota grave en el aire. Al alzar la vista hacia el profesor Molina, advertí que tenía los ojos cerrados y el rostro tenso a causa de la melodía, lo que significaba que había sentido la canción tanto como yo y eso, me hizo sentir satisfecha. Una vez que abrió los ojos me miró maravillado, lo cual me hizo sentir más orgullosa. Mi padre me había dicho muchas veces que era una inútil, así que haría muchas cosas para demostrarle lo contrario.

Mirada de Dragón ©Kde žijí příběhy. Začni objevovat