2. Ítalos

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El único capricho de la vida de Ítalos había sido cambiar su nombre, ya que en el orfanato a algún creativo se le había dado por bautizarlo como Antanasio. Pero además de horrible, aquel nombre se le apetecía incorrecto. Ítalos sonaba mejor. No recordaba dónde lo había escuchado, pero sonaba más digno... más algo. Aquella había sido su única exigencia. Y aparte de eso, él no era exigente para comer ni para vestirse ni para casi nada. Casi nada.

La única necesidad que realmente lo forzaba a fastidiar al viejo Ureber era cuando había heladas y sus pies y su nariz parecían bloques de hielo. Ítalos detestaba el frío más que nada en el mundo, más que el hambre y los golpes que le propinaba Ureber esporádicamente.

Pero Ítalos sabía mejor que nadie que eso era mejor que vivir en la calle, los inviernos en el pueblo de Gulear eran implacables, mataban gente y sin duda lo hubieran matado a él. Incluso él mismo se preguntaba cómo había durado tanto después de que lo habían echado del orfanato.

No había forma de que hubiera pasado de aquella noche. Una capa de nieve lo cubría y prácticamente se había mimetizado con los arbustos del camino. Había dejado de frotarse las manos porque era ya un esfuerzo inútil y sólo estaba esperando dormir y que la inconsciencia disfrazara el frío y le trajera un calor imaginario. Y, por supuesto, esperaba tener ese sueño otra vez.

Ítalos no tenía sueños normales como los demás niños. Él ya se había dado cuenta de ello. Todos soñaban con cosas distintas todos los días, eso había escuchado. Pero él no. Cuánto le hubiera gustado soñar con comida, con un hogar, con personas que lo recibieran y se preocuparan por él. Muchos de sus compañeros en el orfanato soñaban con eso y aunque eso era lo que Ítalos también deseaba, nunca pudo tener aquellas visiones cuando dormía.

Sus sueños eran diferentes a los de ellos, era el mismo todos los días, pero más increíble y fantástico que un plato de comida. Soñaba que volaba por los cielos, que atravesaba las nubes y los rayos del sol lo bañaban por completo, tan de cerca, tan vívido como si fuera la realidad. Aunque el sueño era el mismo, el lugar nunca lo era. Viajaba por todas partes, un día volaba sobre un bosque, otro, sobre una ciudad, otro, sobre un desierto. En sus sueños era libre, poderoso, indetenible.

Había empezado a vislumbrar aquel sueño cuando Ureber lo despertó con una patada. En realidad, lo había estado pateando consecutivamente para comprobar que seguía con vida. Ítalos se asustó al alzar la mirada y encontrarse por primera vez con unos ojos tan negros como el fondo de un pozo. Y se sobresaltó aún más al darse cuenta que aquel anciano de cabellos grisáceos era un hechicero. Aquello saltaba a la vista: su túnica larga y añil, unos símbolos extraños que figuraban en los libros que llevaba encima. Era un hechicero y a Ítalos le atemorizaban los hechiceros, pero no tanto como le atemorizaba morir de hambre.

Luego de escudriñarlo con su negra mirada como quien escudriña una moneda para comprobar si es falsa, Ureber le ordenó que lo siguiera para que sea su ayudante e Ítalos no dudo ni un segundo en arrastrarse y seguirlo a tientas después de que el brujo dijera las palabras "pan y agua".

Ítalos no se preguntó mucho porqué aquel hechicero había decidido rescatarlo. Viviría esa noche y eso era lo que importaba. Pero sí se hizo esa pregunta después. No había sido un gesto de piedad, eso le quedó claro los días que siguieron, tampoco era que el viejo necesitara realmente un ayudante. Éste hacía todo solo y le repelía la compañía de la gente.

¿Por qué quiso ese brujo socorrer a un sucio niño de cabellos rojizos?

Después de una semana de pan y agua, Ítalos dejó de tratar de encontrar sentido al sinsentido. Tenía un techo sobre él otra vez, el techo del establo pero un techo al fin.

Pero pronto tendría una respuesta.

Él no lo había visto aquella noche porque la nieve cubrió rápidamente aquel rastro cuando se levantó para seguir a Ureber. No pudo ver que alrededor de él, la nieve estaba derretida en un círculo perfecto. Ítalos no pudo notarlo, pero Ureber sí lo había hecho.

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