Capítulo XX: La carta del colgado

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En plena madrugada, se despertó sobresaltada como acostumbraba. Sin embargo le resultó extraño, pues su sueño no había llegado a su fin, y aunque siempre era el mismo sueño que se repetía, nunca se despertaba hasta terminarlo. Buscó por la habitación alguna explicación a su sobresalto, y sólo halló el vaho que huía de su boca. Hacía demasiado frío, y el cielo lucía enfurecido. Había vuelto a nevar, y Amy se estremeció viendo caer los copos de nieve. Algo malo estaba ocurriendo, todas sus alarmas se encendieron, gritando que se encontraba en peligro, y los escalofríos recorrieron su espalda, atemorizándola. Su respiración se agitó y escuchó entonces el repiqueo de una piedrecita contra su ventana. Asustada, tragó saliva y cerró los ojos, armándose de valor antes de asomarse al alfeizar para no encontrar a nadie bajo la ventana.

Confundida, tardó unos segundos en encontrar al excelente tirador que había alcanzado su ventana. En la lejanía distinguió a Kaleb. El corazón de Amy se paralizó por un momento, para empezar a latir desbocado al instante siguiente, como un rugido que nacía de lo más profundo de su interior. Se alegraba de verlo, pero había algo que no la dejaba disfrutar de aquella alegría. Su cuerpo continuaba temblando ante la expectativa del peligro y el nerviosismo no la abandonaba.

Se alejó de la ventana y trató de tranquilizarse, pero todo parecía indicar que no había forma de conseguirlo. Pensó que tal vez estando a su lado se calmaría, por lo que se abrigó y fue a su encuentro, pero esta vez tuvo mucho cuidado de no hacer ni el más mísero ruido para asegurarse de no despertar a Judd.

Cuando traspasó la puerta, el frío la abrazó y agradeció haber tenido el tino de ponerse el abrigo. Se dirigió a Kaleb a paso lento, y cuando lo tuvo frente a frente sus temores no hicieron más que incrementarse. Su semblante parecía tallado en mármol y sus ojos se habían oscurecido. La miró de arriba abajo con descaro y  ella sintió que escrutaba hasta los más profundos recovecos de su alma. 

Entonces se volteó y se encaminó hacia el bosque. Amy soltó el aire que no sabía que había estado conteniendo e hizo lo propio, seguirlo, tal y como sabía que él esperaba. El mero hecho de ir medio metro por detrás de él era una señal inequívoca de que algo malo estaba pasando. Una distancia invisible se había instalado entre ellos y Amy la temía. Continuaron andando en silencio, hasta que se pararon en un claro, donde el bosque los rodeaba y nadie podría encontrarlos. Amy continuaba a varios pasos de Kaleb, y él no se había dado la vuelta para enfrentarse a ella. Su espalda estaba tensa y miraba las profundidades del bosque como si esperara fundirse en su oscuridad. La imagen que ofrecía hacía que a Amy se le encogiese el corazón.

-¿Kaleb?- Se atrevió a llamarlo, indecisa.

-¿Por qué viniste aquí, Amy?- La dura y fría voz de Kaleb la atravesó como un rayo.

-Yo… no lo sé. Aunque te confieso que me gustaría saberlo -. Admitió, cabizbaja y nerviosa.

-¿Y eso es lo único que debes confesar?- Preguntó elevando la voz.

Era un reto, de eso no cabía duda. Pero Amy recogió el guante alzando la mirada, aunque el continuaba de espaldas, y respondiendo sin titubear:

-Sí, es lo único-. Aseveró. No entendía a qué se debía ese juego, pero no le estaba gustando ni un pelo.

-Mentirosa - Lo oyó susurra.

Amy lo miró confundida, y más cuando lo vio quitarse la chaqueta para dejarla caer en el suelo. Entonces de su espalda nacieron dos alas negras rompiendo su camisa. Eran membranosas, y lucían poderosas cuando él las extendió. Parecían las alas de un dragón unidas a su espalda por increíbles fibras de plata, como cadenas aferradas a la sombra. Ella se dejó deslumbrar tanto por su extraña belleza que apenas tuvo conciencia de la tela que caía sobre la nieve. Pero no pasó por alto lo peligroso que él dejaba ver que era. Se estremeció de pies a cabeza, y por primera vez desde que lo conocía tuvo miedo de Kaleb. La impresión había sido muy fuerte y se intensificó cuando él se dio la vuelta para clavar su mirada en ella, con ojos plateados llenos de furioso poder desatado, que la taladraban inundados por la más pura ira. La respiración de Amy se agitó y contempló su cuerpo marmóreo, en su pecho a la altura del corazón se encontraba la marca de un dragón que extendía sus alas igual que él, con un rictus ceremonioso que hablaba de su grandeza. Su presencia lo abarcaba todo y ella se sentía muy pequeña, desprotegida y a su merced. Incluso creyó ver cómo la frialdad de Kaleb se solidificaba en los pequeños copos de nieve que no habían dejado de caer.

Tinieblas NevadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora