Decimocuarto capítulo : La vida continúa

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Pese a todas las ausencias

La madrugada seguía haciendo de las suyas en la sala de espera del hospital chaqueño

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La madrugada seguía haciendo de las suyas en la sala de espera del hospital chaqueño. Las enfermeras iban y venían de un lado al otro, ingresando por una puerta, escabulléndose por otra, primero portando un objeto, después otro. Los camilleros solían acompañarlas. Por momentos eran escoltadas por un guardia de seguridad o por un agente de policía. Al ver la secuencia, a Adela le pareció estar frente a un grupo de autómatas con movimientos estructurados. Tal vez esa sea la imagen que ofrecen los trabajadores de la salud, porque una cosa es la angustia vivida desde la mente de los familiares de un enfermo, y otra muy diferente cuando se es parte de los vasos comunicantes del hospital. Adela lo sabía, lo vivió en carne propia hace once meses en ese mismo sitio cuando ella e Igal, trajeron al gurrumino —que estaba acurrucado a su diestra y perfectamente recuperado— pensando que tenía una gripe, y por poco se les muere. La joven estaba casi completamente liberada de prejuicios y entendía que esas personas estaban haciendo de la mejor manera posible su trabajo.

El gurrumino también lo sabía. Cada día, al levantarse dedicaba la primera de sus oraciones a los dioses para agradecer por su vida y mencionaba especialmente a los empleados de ese lugar. A todos, incluso al médico gruñón con el que Igal casi se va a las manos, el mismo que se resistía a inyectarle Novalgina. El muchacho era consciente de que sin los cuidados de Carmencita y sin la vocación de servicio de toda esa gente no habría salido adelante. Hoy, convaleciente, podía ver las cosas desde otro ángulo y se lo hizo saber a su amiga.

—Una cosa piensa el borracho, y otra el bodeguero —tiene razón Igal cuando insiste con ese refrán.

Cualquiera pensaría que aquella era una conversación paranoide, porque lo último que la moza había dicho hacía escasos segundos, era un reproche remachado con una frase en latín. Pero no, no era un diálogo de mente —ni entre dementes— sino la confirmación de que entre los dos existía una sintonía poco común, una que tal vez sobrevendría de otras vidas, como le gustaba pensar a Coca; o si se quiere, de un tiempo anterior, donde otras serenatas se habrían entonado en los balcones ante idénticos protagonistas. ¿El porqué de la reflexión —valga la intromisión autoral oportuna y decidida— a esta hora de la madrugada? La respuesta al intríngulis adquiere significado solo si se conoce la respuesta de la joven:

—Tiene razón. Igal siempre tiene razón —lo que, para hacer más siniestro el asunto teniendo en cuenta que en la sala de espera del hospital podría haber otras personas escuchándolos hablar— fue seguido de una respuesta al enigma anterior; el muchacho, inesperadamente volvía a insertarse en el fragmento anterior del diálogo. Esa acotación proverbial fue un rapto, una abducción temporaria en la mágica madrugada.

—Sé que no tengo que pedirte permiso para ser feliz. Ni a vos, ni a nadie. Pero lo hago, sé que lo hago. Lo hice y continuaré haciéndolo hasta lograr ser autodependiente. No lo hago por bobo, sino porque así me enseñaron, y me cuesta salirme del modelo —suspiraba.

Intentando vivir con tu recuerdo - Secuela #HomoAmantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora