11. Cinco piezas

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—Al menos tienes energía. — declaró Kuroro mientras se sobaba la frente y se acomodaba detrás de un árbol.

Al final, su hermano no se atrevió a tocarlo, pero sí que se las arregló para tomar una piedra y lanzárselo entre las cejas, lo siguiente sucedió muy rápido; el pequeño príncipe se escabulló por detrás de la gran roca no sin antes advertirle que se fuera o que al menos se diera la vuelta. Por un momento, ambos se olvidaron por completo de la tensión o el miedo. Fue un aspecto que Kuroro agradeció y por ello, solo obedeció sin chistar o hacer mofa. Extrañamente, no le pareció necesario.

Estaba sereno, feliz. Su hermanito no se fue.

Para entonces ambos caballos ya habían regresado con sus respectivos dueños y el suyo se encontraba recostado a su lado comiendo algunas de las frutas que aún quedaban. Una granada tiñó el hocico del animal y su generoso néctar salpicó a la primera mordida. Kuroro se sobó la mejilla y se recostó sobre el tronco, gustoso de recibir la sombra de la frondosa vegetación, consciente de la sombra divertida que creaba cada flor en el reflejo del agua empozada, ávido por saber que más había más allá y sí, curioso por lo que acababa de pasar.

Más allá, el ambiente pintada de otra forma.

El suelo atestado de ciénagas poco a poco perdieron el agua debido al incesante jugueteo del corcel blanco, quien apenas se detuvo para permitirle a Kurapika tomar su equipaje; una toalla color pastel y otra muda ropa fue lo que sustrajo de su aparente pequeña maleta. Su hermano lo observó de reojo y volvió a preguntarse ¡¿Cómo es que todo eso le alcanzaba en un bolso así de pequeño?! Sin embargo, paulatinamente su atención se fue desvaneciendo de aquellas prendas de tela semi- transparente. Él, aunque haya sido golpeado hace un momento no evitó volver a prestar atención al cuerpo expuesto de Kurapika. Le llamaba mucho la atención lo bien cuidada que estaba, es decir, él tenía algunas cicatrices por los entrenamientos y que decir de los cientos de heridas que se hizo hace muy poco, pero Kurapika, a pesar de hacer comenzado desde antes no tenía ninguna marca; apenas se notaba el corte de su pierna y de paso las diminutas marcas de sus manos... esas que él se las hizo en un intento desesperado por sacarlo del agua.

Ese río que ya no despedía vapor. Es más, tomó su apariencia inicial, la de un lugar majestuoso y desmesuradamente hermoso.

Kuroro refunfuñó para sí, pero no dejó de verlo disimuladamente. No importó si eran diminutas marcas de uñas, le molestó, le incomodó haberlo herido otra vez y además, estaba la marca de los tobillos también... guardó silencio un momento. Sus ojos no dejaban de repasar aquella pálida, semi- sonrosada figura, aquella silueta delicada y mejor aún, el camino cristalino que formaba el agua que desprendía su rubia cabellera; el pequeño príncipe en algún momento de su vida prescindió de los servicios de la chica estilista y así como lo hizo con Senritsu, seguramente decretó su propia independencia en su propio cuidado personal; aquella melena dorada se alargaba hasta sus hombros y siempre, vaya, siempre brillaba así estuviera cerca del lado más frío del bosque.

Tenía que ser.

Y por supuesto, que tenía que ser así. Después de todo él era el segundo heredero del rey y quien había heredado una apariencia drásticamente diferente al pueblo entero. Philia era el único momento cada cuatro años que les permitía ver lo maravilloso que es el cielo y a la vez era el encargado de encerrar a la ciudad entera en una penumbra opaca, sin vida, sin un ápice de brillo. Era igual para él, su padre y todas aquellas bondadosas personas que salían a diario a vender sus frescos productos. Ser alguien de cabello oscuro y piel pálida era tomado como un privilegio otorgado por los Dioses, pero ser como su pequeño hermano quizá era mucho más agradable a pesar de los antiguos escritos, mitos y leyendas.

PRAGMA (KuroKura)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora