Capítulo XXXVII Comenzar de nuevo

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El ocaso teñía el cielo de tonos naranjas y rojizos. Un naranja rojizo el cual le recordaba a Leonid a las llamas que consumieron la propiedad Vasíliev cuando la contempló por última vez.

Aquel recuerdo causó una opresión en su pecho con la cual pugnó como cada vez que aquellos pensamientos le inundaban. Alejando aquel recuerdo, se apartó de la ventana frente a la que había permanecido los últimos minutos e inquirió en la pequeña bolsa de equipaje que yacía sobre la estrecha cama de la pequeña habitación.

Al ver la bolsa esbozó una pequeña sonrisa, aunque en sus ojos esta no se reflejó. Aquella bolsa sería lo único que le acompañara cuando fuese en busca de su hermana, puesto que ahora Leonid sí tenía la certeza de que por fin la hallaría. Así no conociese su ubicación exacta, sabía en qué ciudad se encontraba y, además, tenía lo más importante: su libertad. Sin embargo, nada de esto le causaba la felicidad que tanto esperó.

Aunque hubiesen pasado un par de semanas, los recuerdos de todo lo ocurrido seguían vívidos en su mente, repitiéndose cada noche en sus sueños. La enfermedad de su bábushka, las decisiones que tomó, Konstantin y Valentin... Los ojos de Valentin, sus besos, sus palabras... Valentin herido, la intensidad de su mirada y las palabras que escuchó por última vez. Por más que intentase olvidar los recuerdos le inundaban una y otra vez.

Comenzaba a sentirse como un hombre cansado y consumido.

¿Para esto había sobrevivido? ¿Para convertirse en algo que se dejaba consumir de una forma tan patética?

No debería ser así. Pero cuando recordaba lo ocurrido aquella noche y las noticias leídas los días posteriores sobre el hallazgo de algunos cuerpos calcinados en el incendio —entre estos el de Valentin—, le era imposible no sentirse así. Sin embargo, seguir adelante era su única opción. Seguiría adelante incluso si aquel doloroso sentir y los recuerdos permanecían grabados dentro de él como una oscura y tortuosa marca.

Dejando escapar un pesaroso suspiro, finalmente tomó su equipaje. Y justo en aquel preciso instante, llamaron a la puerta.

Su ceño se frunció. En aquel lugar no había nadie que tuviese razones para llamar. Era tan sólo una habitación en una vieja posada a las afueras de Moscú donde nadie le buscaría.

Dejó el equipaje de nuevo sobre la cama y se acercó a la puerta con cautela, intentando tranquilizarse y diciéndose a sí mismo que quizás exageraba. Aunque por un momento le fue le fue inevitable no lamentar su decisión de deshacerse de su arma cuando se separó de Lucien y Barham. En aquel entonces, no confió en su suerte y temió ser detenido por porte ilegal de armas, puesto que, si bien todo pareció terminar, no podía olvidar que la fortuna nunca estuvo de su lado.

Controlando su agitación, observó por la mirilla de la puerta. Y al ver la identidad del visitante, desconcierto le inundó: se trataba de Lucien. ¿Por qué Lucien estaba allí?

Confundido, abrió la puerta y al hacerlo, el francés mostró su característica sonrisa felina. Una expresión que Leonid encontró sumamente falsa y exasperante.

—¿Qué haces aquí? —preguntó directo, deseando comprender a qué había venido Lucien, pero sobre todo, deseando que se marchase.

Había relaciones que quería dejar atrás. Tenía una hermana que buscar y una vida que debía descubrir cómo continuar de ahora en adelante, por lo que quería dejar el pasado en atrás.

—¿Esa es la manera de tratar a un viejo amigo? —dijo Lucien ignorando la exasperación que se reflejó en Leonid ante la mención de la palabra «amigo»—. ¿No me vas a invitar a pasar?

El francés entró a la habitación sin esperar una respuesta y Leonid profirió un sonido de disgusto.

—¿Por qué estás aquí? Tú fuiste muy claro en mencionar que el que permaneciera junto a ustedes representaba un problema. Así que, ¿para qué desperdiciar tiempo buscándome?

Ojos grises © (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora