El nuevo orden

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—Sandía. Capitán Sandía, para servirles. —Las miradas de perplejidad se intercambiaban entre los cortesanos, contenidos por las numerosas fuerzas populares que llenaban el salón del trono.

—Debe de estar bromeando. Tenga la decencia de darme un nombre válido, hágale un favor a su pomposa revolución. —El conde Argus mantenía la compostura, aún sentado en el trono, pese a estar rodeado de hombres y mujeres hostiles que muy probablemente venían a derrocarlo.

El hombre, de mediana edad y de aspecto robusto y campechano, sonrió y avanzó hacia el trono imperial, con una vieja espada en mano, manchada con la sangre de los piqueros condales que habían tratado de contener a las masas, claramente, sin éxito. —No necesito apellidos ni sobrenombres como vosotros. He dedicado toda mi vida a vender sandías y hoy he capitaneado esta insurrección junto a mis hermanos y hermanas. Por lo tanto, soy el Capitán Sandía. —Eudor jamás había vivido una situación como aquella, ¿realmente ese hombre podía inspirar lealtad entre sus filas?

El conde cambió de postura y suspiró. —Tenía la esperanza de que la vanguardia de este... movimiento inspirara algo de respeto. —Enunció con desdén mientras miraba de arriba a abajo al frutero capitán. —Veo que hasta en eso me equivocaba. Y bien, ¿por qué han decidido sus señorías irrumpir en mi salón con tanta brutalidad? Claramente han debido de olvidar cómo se conciertan las audiencias, se han saltado ustedes todos los trámites legales. Entiendo que habrá sido por un suceso de magnífica importancia. —¿A qué jugaba Argus? Todos conocían las intenciones de las masas que se agolpaban en el salón imperial, la ironía no parecía el recurso más apropiado para el momento.

El hombre dirigió una mirada confusa hacia el trono. —¿A ti qué te parece? ¿Nos ves con cara de importarnos los trámites? Me estoy cansando de mantener las formas, señor conde, voy a decirte a qué venimos. —El "capitán" sacó una nota de debajo de la manga y comenzó a leer. —Tu tiempo ha terminado, conde Argus, el emperador lleva meses muerto y nadie acepta tu derecho a sucederlo. Así que como ni puedes ser emperador ni existe un emperador que te proteja como conde de Melanidria, los capitanes de la revuelta creemos que es la hora de que entregues el poder al pueblo. Llevamos semanas sin comida y como tú no nos la das, hemos venido a tomarla por nuestra cuenta. —Levantó la mirada del arrugado papel una vez terminó su lectura, que, por cierto, se enunció con la misma elocuencia que podía tener un niño de ocho años. El todavía ostentador del trono se mantuvo impasible mientras el frutero continuaba mirándolo, esperando nervioso a que hiciera algo. El silencio se hacía realmente incómodo. Eudor giró la vista hacía el bukol del Comercio, Dimas, que había sido atado por las fuerzas insurrectas tras haber intentado apuñalar al druida mayor después de aquella acalorada discusión. El propio druida Donkor denotaba un aspecto tenso, cara a cara con un campesino que sostenía una rudimentaria lanza. Por fin se rompió el silencio.

—Así que venís en busca de agua. —Argus sonrió. —Habéis pasado muchas cosas por alto, mi querido pueblo. ¿Acaso pensáis que el Palacio Cruzado dispone de una fábrica de agua? Los ríos están secos, para vosotros y para nosotros.

—¡Pero tenéis...!

El conde lo interrumpió. —Agua, sí. Me disponía a explicar eso mismo, mi frutal amigo. Pero, ¿sabes de dónde viene ese agua? De Ma'an-tariq, la principal ciudad exportadora de agua a día de hoy, especialmente en estos extraños tiempos de sequía. —La sonrisa comenzaba a ser demasiado arrogante. —Resulta que mi familia mantiene lazos bastante fuertes con los alabíes, sobre todo con Jad Alabi, el conde de Ma'an-tariq. ¿Sabes lo triste que se pondría si supiera que su gran amigo Argus ha sido violentamente depuesto por una jauría de rebeldes? —Realmente podía estar sobreestimando su relación con ese hombre pero nadie tenía forma de saberlo. El "capitán" soltó una carcajada nerviosa.

—¡Tenéis en mucha estima a vuestro "amigo", conde Argus! ¿De verdad crees que va a venir a vengarte con todo su ejército cuando tomemos el poder?. —Resopló. —No ganaría nada con eso, y vivimos tiempos difíciles, no creo que se pegue todo el viaje. Y si lo hace, —se giró hacia su público, que lo miraba expectante, —ganaremos, como hemos ganado hoy aquí. —Vítores en sintonía con el sublevado capitán sucedieron sus palabras. El conde esperó pacientemente a que se calmaran para intervenir.

—¿Me toma usted por un necio? ¡Claro que no vendría, no se le ha perdido nada aquí! Lo que quería decir es que no os va vender ni una sola gota de agua. Señor capitán, entiendo que es usted inexperto en estos asuntos del poder así que déjeme explicarle algo bastante simple. —Se levantó del asiento y posicionó sus dos manos tras la espalda, dirigiéndose a toda la sala. —Las ascuas de la revolución se extienden por nuestro continente, el contexto os favorece, no cabe duda. Esto os convierte en el principal peligro para quienes buscamos salvaguardar la sociedad frente al colapso, movimientos como los vuestros nacen a lo largo de los catorce condados de Guipar aprovechando la fragmentación. El éxito de uno de esos movimientos en la capital del antiguo imperio supone una amenaza inconmensurable. Puede que yo abandone hoy este trono, sin embargo, desde el segundo en que eso ocurra todas las demás ciudades trabajarán hacia vuestra destrucción, hacia vuestro colapso, pero vuestro colapso será el de esta gran ciudad, dejando vuestras manos manchadas de sangre. —Los gestos en la sala eran tan solemnes como las blancas paredes de mármol que los rodeaban. El conde no mentía, hast

—Tienes razón, no sé mucho de estos temas. Pero hay más personas en esta sala, personas con contactos. —Se giró lanzando una mirada hacia la muchedumbre. —¿Pensabas que estaríamos solos? Tenemos aliados, no recuerdo quiénes con exactitud, la verdad, sólo soy un frutero, pero sí, tenemos amigos. —Realmente aquel hombre debía de ser muy querido entre sus filas, pues no podían ser su elocuencia y conocimiento los que le hubieran granjeado el cargo de portavoz precisamente. Argus resopló sonriente, aunque nervioso.

—¿Quién podría ser? ¿El gremio de fruteros de Bladerdeeg? Envalentonadas camaradas deben ser, sin duda, pero no parecen aliados factibles. —Alguna risa discreta apoyó el comentario desde los cortesanos.

—Los fruteros de Bladerdeeg me merecen un gran respeto y serían unos buenísimos aliados. Pero por lo que me han comentado, hablamos de reinos poderosos... o algo así. —Algo cambió en la expresión del conde de Melanidria cuando oyó la palabra "reinos". Todo atisbo de sonrisa desapareció en su expresión, parecía temer una amenaza real. —En cualquier caso, se acabó la cháchara. Hemos tomado el Palacio Cruzado, bukoles, consejeros, mayordomos y demás listos de turno os quedaréis aquí, tenemos que tratar vuestra posición en el nuevo gobierno, sobre todo la de Dimas. Respecto al depuesto conde... Llevadlo a una celda, todavía es útil.

—Ni siquiera saben dónde están las mazmorras. —añadió Argus, aunque sin mostrar demasiada oposición ante un herrero que había procedido a sostenerlo por los hombros.

—Por eso me las vas a enseñar tú. —Dijo el herrero, entre risas, mientras ataba las manos de su captivo. Eudor se dio cuenta de que, por lo menos los cabecillas, parecían bastante sólidos pese a estar afrontando semejante sequía.

—Y bien. Establezcamos aquí y ahora la República de Melanidria. —La puerta oeste del salón se abrió para dejar salir al maniatado y derrocado conde, seguido del viejo herrero.

Los afluentes de Guipar: del cobalto a la obsidianaWhere stories live. Discover now