Anhelos de ceniza - Ala del Lapislázuli

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Bocanadas ardientes de gritos y terror asaltaban encadenadas la habitación a través de la pequeña ventana. El fuego se propagaba afín a la revolución, ambos no tardarían en llegar al palacio; de forma paralela, también se propagaba en la corte la posibilidad de huir de la capital, al menos eso se oía en los pasillos, él no debía moverse de la habitación. Cuando se recibieron informaciones sobre la intención de aquel comandante de encauzar la cascada de precariedad que inundaba la Ciudad Imperial de Melanidria en una sublevación popular, su padre, conde y máxima autoridad, no dudó en replegar a todos los miembros de la corte en el Palacio Cruzado, de forma que todo estaba herméticamente cerrado y controlado por el capitán de la armada, Adeben, de quien algunos se aventuraban a susurrar que había domado a su padre hasta ostentar las verdaderas riendas de la ciudad. Lo cierto es que, en efecto, la precariedad era lo más cercano a una inundación que se podía apreciar en Melanidria, pues todo rastro de agua potable era un mero recuerdo de meses atrás. Se rumoreaba que las aguas del río Krasis, protector de la ciudad imperial, y quizá las de otras regiones corrían ahora teñidas de negro, como se estipulaba en la profecía de los druidas. Sea como fuere, la falta de agua había comenzado a generar sed de un líquido distinto, más rojo, para el que no se precisaba de cubos, sino de espadas. Si se saciaba esa noche, entonces realmente acudirían a una inundación de sangre.

Mientras tanto, en la habitación del primogénito del conde de Melanidria, la llama de la antorcha junto a la puerta chispeaba en un débil tintineo, había algo de poético en la pequeña ascua que iluminaba la habitación frente a las imponentes llamaradas que se vislumbraban en el exterior. En cierto modo parecía que, conforme aumentaba el fuego de la ciudad, disminuía la intensidad de la luz de la antorcha. Lo más curioso era que, en plena rebelión y con su vida y la de todo lo que conocía en juego, toda la atención del joven Altaír estuviese centrada en absurdas comparaciones ígneas. Aunque, por muy atípico que resultase, debía sentirse afortunado de poder estar en calma en un momento así, probablemente la situación y el ánimo en el resto de estancias del palacio serían de todo menos envidiables.

El alboroto prevalecía incesante tanto dentro como fuera del palacio, si bien había llegado a un punto en que no diferenciaba uno del otro, quizá debido a que seguía perdido en su mente. Aquel beso... realmente... No, no debo pensar en eso ahora. Claramente había en su cabeza asuntos mucho más importantes que el inminente asalto al que había sido su hogar desde que nació, no obstante, sería propio obviar las divagaciones del chico por ahora y pasar a identificar al futuro conde de Melanidria; se trataba de un joven de quince años,  delgado, quizá algo pequeño y débil para su edad; la humedad de sus ojos se correspondía con un color verde musgo que acompañaba a una piel más bien clara y a un cabello lacio y rojo como las ascuas que crecían a su alrededor. Su educación nunca fue una prioridad para sus padres, el conde y su silenciosa esposa, primero porque en aquel tiempo aún vivía el último emperador que regía sobre todas las ciudades, lo que restaba importancia a una herencia local y, en segundo lugar, porque los condes de Melanidria no tardaron en perder la esperanza en el pequeño Altaír como líder férreo. Su debilidad e ineficacia con las armas constituyeron un factor influyente, algo que, por si fuera poco, empezó a verse agravado con la sospechosa cercanía entre el joven noble y el pueblo llano, materializada en las excursiones clandestinas que realizaba por las calles de la ciudad tras haber burlado previamente la seguridad del palacio, pues una vez los condes supieron de las aficiones de su hijo estas salidas comenzaron a ser prohibidas. Aunque, claro, sin éxito, pues la fragilidad del chico estaba bien compensada con una agilidad, sigilo y picardía más propios de los ladronzuelos con los que se relacionaba. En esto, el conde Argus había estado tratando de engendrar más hijos sin éxito alguno. Las teorías diferían según a quien se oyese, destacando su posible esterilidad o la continua evasión de la condesa respecto a su marido. En cualquier caso, en la corte de Melanidria sólo había una persona a quien realmente podía considerar aliada, el anciano Donkor, Druida Mayor de la ciudad, se había encargado de educarlo y proporcionarle su sabiduría y la de su biblioteca, ambas de equitativa grandiosidad para Altaír. Realmente pocas eran las personas dentro del Palacio Cruzado en quien pudiese confiar, tan solo el viejo Donkor, a quien debía su educación y valores, pese al desdén de su señor padre que no entendía el interés del anciano druida en formar a su propio hijo a quien daba por perdido. Ahora bien, sus círculos más allá de las blancas murallas del palacio eran otra cosa.

Crac. Se escuchó repentinamente. La madera sufría en alguna estancia cercana. Probablemente alguna puerta. Los crujidos se repetían. El aire, frío pero ígneo, se abría camino por la ventana y hacía bailar la capa de Altaír, blanca como la nieve y sostenida por un broche de lapislázuli en forma de buitre leonado. Siempre había llevado su capa, ya cuando era un retoño lo envolvían en ella y no se había separado de la prenda desde entonces. El broche, en cambio, se lo había entregado el viejo Donkor horas atrás, poco antes de que su padre diese la orden de prohibir la entrada y salida del palacio. Recordó sus palabras:

—Altaír, —el anciano lo había sorprendido por detrás mientras estaba caminando por los pasillos del ala del azabache— lo que habíamos hablado... —se había acariciado su barba blanca mientras buscaba la complicidad del chico con la mirada— Bien, me temo que está a punto de suceder, quiero que conserves esto.—Fue entonces cuando le entregó el broche.—Si llega a ser necesario, bueno, no hace falta que te lo diga, aunque sea en tono despectivo te llaman hurón por algo, eres rápido, la ventana de tu habitación debería ser una vía de escape si las cosas llegan a eso. Huye hacia el este, hacia los condados de arena, tu tío Chenzira gobierna en Conistra, te dará cobijo. —La sabiduría del viejo Donkor se correspondía con un agudo olfato, Altaír supo en ese momento que probablemente las sospechas del druida eran ciertas pero, ¿estaba realmente preparado para ver caer todo lo que conocía y además abandonarlo en el mismo instante? Quizá su vida en Melanidria no fuese precisamente la cumbre de una montaña de euforia y éxito pero, frente a ello, no podía evitar que el miedo al vacío y la incertidumbre evocase en su pecho una pesada nube de angustia. Al fin y al cabo, era muy probable que entre las personas que se dirigían a asaltar el palacio, fusionados con el fuego y la ira, estuviesen sus... Amigos, sí, bueno, Altaír nunca llegó a saber muy bien cómo utilizar ese término, habría que referirse a ellos como personas... Allegadas, personas a las que apreciaba y quería, especialmente a...

Un estruendo ensordecedor hizo que temblaran las tablas de madera de la habitación de Altaír, a juzgar por la intensidad la puerta principal podría haber sido derribada. Ya podía oír los gritos y gemidos de combate en sintonía con los choques entre aceros, la Guardia Condal de Melanidria estaba abocada a ser arrasada por las fuerzas populares, lo sabía por lo que había oído en días recientes y porque, aunque pareciese que Donkor pudiese albergar esperanzas de un desenlace diferente, si había hablado con Altaír era porque su instinto no se inclinaba hacia esa opción precisamente y, como ya se sabe, el olfato del druida era de fiar. Tenía que tomar una decisión pronto, debía abandonarlos a todos, extrañamente justo en ese momento también temía por sus padres, nunca les había profesado especial aprecio pero, en un momento así... El suelo de madera se había tornado un tambor y las numerosas pisadas desencadenaban su melodía, una tras otra y muchas a la vez, podía oírlas avanzando en la planta de abajo, por el gran salón del ala central del palacio, cada vez eran más intensas y más cercanas. El viento seguía soplando por la ventana y, sin embargo, no conseguía llevarse por delante la pesada nube de angustia e incertidumbre que mantenía a Altaír inmóvil, sentado en el suelo acariciando su capa blanca con nerviosismo. Tenía que salir, tenía que levantarse y saltar por la misma ventana que le había servido de aliada en tantas ocasiones para salir al exterior y sortear a los guardias de su padre. Las dudas se encadenaban, ¿pertenecía él en realidad a la nobleza que resistía en el palacio? ¿O estaba más bien de parte de quienes lo asaltaban? Lo más probable es que, si los rebeldes alcanzaban su estancia, lo pasaran por la espada sin preámbulos. Donkor no le había aconsejado huir si no era por una buena razón. El ruido se acercaba, los tambores estaban ya en la segunda planta y retumbaban las pisadas cada vez más intensas. Estaban llegando. Iban a entrar en su habitación y lo iban a matar. Tenía que moverse, pero no podía.

Siguiente parte: Anhelos de ceniza - Ala central

Los afluentes de Guipar: del cobalto a la obsidianaWhere stories live. Discover now