Las Llanuras de Arcilla

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En las llanuras de arcilla nada crecía. Los matorrales secos acababan sus días en la hoguera, pues no tenían otra utilidad. Ni fruto ofrecían al hambriento, ni color al paraje. Los animales de pasto no sobreviven mucho tiempo en los dominios de la culebra y el roedor, entre mato seco y polvo. No siempre había sido así. Ese gran escenario, antaño, se engalanaba con salpicaduras de fronda y se le podía llamar hogar. Bai retenía aún esa palabra en la memoria, sentado a unos metros de su cabaña de arcilla barro y alabastro, entrecerraba los ojos y venteaba la brisa en busca de algún aroma de nostalgia camuflado. Su hijo, mientras, recogía más pasto seco.

La comida aquel día era más exigua que nunca, dos ratas bermejas y un lagarto zancudo. Bai se sentía frustrado. Ni su pértiga afilada, ni su honda, ni su pericia... De nada servían, no contra la escasez. Se habían resistido a abandonar esas tierras hasta entonces, tenían un pequeño suministro de agua subterránea y la ladera de la meseta, en su peculiar inclinación, les proporcionaba cobijo en invierno y sombra en verano, eso era suficiente.

Bai observó a su hijo que silbaba una canción de forma entrecortada, debido al esfuerzo que requería su tarea. Dodamodia le había puesto su madre al nacer, segundos antes de que ella pereciera. Era de espíritu curioso y corazón compasivo. Su padre, sin embargo, era de naturaleza solitaria y, a pesar de ello, no alcanzaba a comprender como su retoño, tan joven como era, podía soportar aquella vida sin queja alguna. Una vida sin estímulos y apenas sin compañía.

Solo de vez en cuando bajaban de la meseta para visitar a algunos vecinos cuyo número, con el paso de los años, se había ido reduciendo. Tan solo quedaban Watabe y Mosai, amigos de la familia desde siempre. Dodamodia disfrutaba de lo lindo con sus hijos las pocas veces que se reunían.

Desde hacía ya muchos inviernos, la llanura de arcilla era un cementerio de polvo. Mientras Bai azuzaba las llamas, se preguntaba cuántos de sus antiguos vecinos habrían sobrevivido al Éxodo. Acabaron de comer. Habían roído hasta los huesos. Su hijo ya saciado, dormitaba sobre las pantorrillas desnudas de su padre. La realidad golpeo a Bai en la cara sin previo aviso y rompió en llanto. Sus lágrimas perlaron la cabeza de su hijo que, en su regazo, se agitó en sueños.

La comida escaseaba cada vez más, el depósito podría secarse en unos años, pero El Éxodo era un viaje a lo desconocido, la muerte árida, y tenía un niño a su cuidado. Necesitaba una segunda opinión así que decidió que visitaría a su amigo Watabe al día siguiente, quizás él también había llegado a la misma conclusión.

—Dos cabezas piensan mejor juntas —se dijo Bai, mientras llevaba a su hijo en brazos a la cabaña.

Al día siguiente, Bai bajó al valle. Había dejado a su hijo ocupándose de quehaceres menores, indicándole que pasaría por la cabaña de Watabe antes de ir de caza. Una hora después, se encontraba en el hogar de su amigo Watabe donde se encontró con algo excepcional. Mientras descendía por la pared arcillosa de la Gran Meseta, Bai, divisando la cabaña en la lejanía, se había sorprendido del colorido de los pastos en el terruño de su vecino. Al principio, pensó que era una ilusión provocada por el calor, pero no fue así. Al acercarse a su destino, se percató de que no se trataba de una visión, sino de un milagro. Las tierras de Watabe eran un vergel.

—Pero, ¿cómo es posible? —Bai estaba tan aturdido que podía haberse olvidado de respirar, Watabe le sonreía satisfecho.

—Un verdadero milagro, ya ves —le respondió.

Watabe le rellenó el cuenco de arcilla con más néctar de cardo. Una bebida que, desde los diez años, Bai solo había vuelto a probar en sueños. No paraba de llevarse el líquido rojo a la nariz para olfatearlo una y otra vez. La familia de Watabe se mostraba vital ante una providencia tan esperanzadora.

Archivos inconscientes (relatos cortos)Where stories live. Discover now