El Corazón Sordo

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No me puedo creer que tan siquiera llegara a verla. Yo me encontraba ahí, en el maizal, ¿sabes?, donde ella ataba las alpacas. Había un cuarto con paredes de granito ornamentado solo con una piedra circular. Le gustaba hacer allí las filloas (1), las hacía blandas por el centro y crujientes en los extremos. Extensas crepes saladas, que podías estrujar en la mano y que te llenaban la boca de una masa cremosa.

Pensé que me iba a sentir mejor, ya me entiendes, aspirar algo de ese perfume a hierba mojada y mazorcas de maíz que siempre la rodeaba. Creerás que soy tonto, pero pensé que quizás quedaría algo impregnado en las grisáceas paredes del cuartucho. Ahora solo hay una rueda de moler ennegrecida. La paja estaba amontonada de mala manera, ni siquiera la habían puesto a secar. Aquella que no estaba húmeda volaba en brazos de alguna ráfaga inoportuna de viento. No te preocupes, puedes reírte. La melancolía siempre despierta mi vena poética.

La verdad es que estaba allí parado, muerto de frío y escupiendo trazos de paja seca que chocaban contra mi cara. Los demás se habían quedado en la casa, quizás para concederme minutos a solas mientras visitaba sus rincones favoritos.

Ella nunca había dicho una palabra, no sabría cómo articularlas, como bien supondrás. Nadie le había enseñado a vocalizar. En la casa se comunicaban con ella por un lenguaje de señas casero, pero efectivo. También lo usaba yo durante nuestras exiguas charlas. Disfrutábamos más de los momentos. Como cuando llevábamos juntos el ganado al prado y nos tumbábamos a la sombra de los robles. A veces ella, con grititos divertidos y sonrisa de niña, me señalaba algún animalillo, algún topo o alguna liebre. Una vez consiguió acorralar a un conejo. Deberías imaginártelo, ella, a sus años, tan grandota y oronda renqueando, con la respiración entrecortada por la risa, detrás del roedor, guiándolo a una trampa improvisada. Recuerdo que cuando me lo trajo de las patas y yo la miré compungido. No sé si tenía pensado que fuese la cena de aquella noche, pero si era así, debió haber cambiado de opinión en el último momento, cuando vio mis morros infantiles anunciando el preludio de un disgusto. Solo sé que, al final, me lo puso en el regazo y me animó a que lo acariciara, luego lo dejo ir.

Me gustaba, también, remover con las manos la masa líquida de las grandes tortas que preparaba. A veces me cogía los dedos, me los chupaba y se llevaba la mano a la tripa con un sonoro "hmmm", guiñándome un ojo. Si, era divertido, ella era divertida.

No necesitábamos pronunciar palabra, ¿sabes?, ella no era como el resto. Quizás su deficiencia era su mayor virtud.

Da igual cuantas vueltas diese por la finca, el caso es que parecía no tener sentido ya. El resto de la visita no fue agradable, acabé sentado en el banco de frío mármol de la entrada mirando el cielo encapotado. Todo fue repentino, yo no pude asistir a su entierro, no entiendo como fui el último en enterarse. Hacía tiempo que no iba por allí, pero eso no significaba nada, ¿entiendes?, nada. Pero no los culpo, estaban demasiado hundidos, no los culpo.

Se acordaron, al final... Cuando ya estaba bajo tierra. Uno de mis parientes políticos me puso la mano en el hombro. "Siento lo de tu tía deberían habértelo dicho antes".

No me preguntes por qué me fijé, pero recuerdo que el viento fuera era huracanado y golpeaba muy fuerte, puse mi atención en eso, porque, quieras o no, en esos momentos no te apetece oír ninguna chorrada de esas. Así que me concentré en la ventisca y en algún mugido esporádico que venía desde las cuadras al otro lado de la finca. Eran de estos mugidos agónicos, las reses estaban asustadas por el temporal.

Mi prima se ocupó de arruinar mi evasión. Se sentó a mi lado y me dio el típico beso en la mejilla. No logro olvidarme de lo que me dijo:

"No estés triste, ella no hubiera querido que le dijeras adiós. Además, aunque se lo dijeras, no hubiera podido oírte".

Lloré de repente, fue una vergüenza, ni te lo imaginas. Mi prima estaba confusa, ella no había pretendido hacerme daño, lo sé. Pero era cierto, ella no hubiera podido oírme y también era cierto que ella no hubiera querido que me despidiese. Sobre todo, no hubiera querido que estuviese triste. Pero te diré que todo lo que dijo mi prima era verdad excepto en una cosa: yo no necesitaba decirle adiós, ¿sabes? Solo que la quería. Aunque supongo que ella tampoco hubiese podido escuchar aquello. Te parecerá una tontería, pero ahora pienso que no hacía falta. Quizás solo es una forma de sentirme mejor, pero no hago más que pensar que si algo me enseño mi tía es que, aunque el amor a veces sea mudo, el corazón no es sordo.

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(1) Filloas: Acompañamiento propio de la gastronomía gallega.

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