Apnea

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Apnea, eso hago todos los días. Parece que puedo vivir así de forma permanente, parece que todo el mundo puede. Ves a las personas con los labios apretados y la respiración contenida. Todos practicamos la apnea, si abriéramos la boca solo tragaríamos un espeso y grumoso citoplasma.

Es curioso cómo se ve todo cuando no puedes respirar. Los adoquines y el asfalto parecen tener tonalidades moradas como si la sangre que llegara a tus orbitas le diera calidez al universo gris azulado que te rodea, el sol nunca brilla los suficiente, ni atraviesa la superficie de nuestra banalidad. En el metro, creo que el otro día he visto a alguno desistir, abrir la boca y dejarse llevar. Por eso me suelo calar mi raído sombrero a la altura de los ojos, es muy duro verlo. En busca de lugares más acogedores, a veces, tengo suerte y encuentro alguna estación donde no hay cancerbero de ojos disgustados. Es increíble como sus miradas pueden expresar otro sentimiento que no sea la resignación de los últimos minutos. Algunas mañanas las personas están tan ocupadas en no dejar escapar su oxígeno, que no miran a su alrededor mientras se abren paso en el ambiente plasmático. Me ignoran, cada vez más, a medida que mi aspecto cambia, hace tanto que no veo un espejo... Mi barba indómita es mi último recurso, cuando creo que no podré aguantar más, que lo dejare salir todo y se lo llevara la pastosa marea, me tiro de uno de los pelos del bigote y el dolor aleja la sensación de abandono.

Camino y camino, si tengo suerte me alimento, es curioso poder masticar y que, aun así, tus labios sigan herméticos. Es cuestión de acostumbrarse. Veo a otros que comparten mi rutina en algún portal, o en rincones tomando un descanso, tampoco ellos respiran, "eso compartimos la gran mayoría, al menos eso nos une". Por la noche me hundo hacia las fosas abisales que se ciernen sobre mi cabeza, en busca del sueño. En esos momentos el aire es de plastilina, pero nunca de colores.

Pienso en todo lo que tenía, en quién estaba a mi lado. Mi barba no estaba ahí, mi cabeza no reposaba en cartones, me dedicaba a algo, ¿pero respiraba entonces? No, no recuerdo haberlo hecho nunca. Apnea, mi deporte favorito. No buceaba en las calas en días estivales, pero sí en responsabilidades y plomo fundido. Por eso huía a paso lento, a medio flote, con movimiento sumergido. Fue una lentitud vertiginosa.

Quería emerger, pero nadie lo había conseguido nunca, al menos que yo conociera, ¿cómo podían enseñarme? No entendía como nadie más lo necesitaba. Quizás en los cartones encuentre la respuesta, quizás si tengo suerte, algún día me aferre a alguna tabla roída en su ascenso a la superficie. Mientras espero a que una corriente benigna nos impulse a todos, debería seguir aguantando la respiración, conservando lo poco que queda de mi voluntad. Si abro la boca, subirá en forma de burbujas en dirección a la superficie y me dejará atrás. Me quedaré vacío y la presión me aplastará. Mientras siga lleno, me arrastraré, conseguiré monedas náufragas y me mantendré con vida.

Ellos nadan aún esperanzados. Sus párpados muy abiertos a causa del esfuerzo. No solo deben concentrarse en seguir adelante, también en retener lo poco que queda de ellos mismos en su interior. Algunos, exhaustos, no lo consiguen. Yo puedo ver como el lecho espeso y acuoso los aplasta, los quiebra. Los observo desde una esquina o sentado en algún banco, solo. Siguen nadando y no se dan cuenta de que ya han muerto, no hasta más tarde.

Yo no nado, los que son como yo ya no nadan, caminan por el fondo con todo el peso que les es posible, quizás porque hemos aprendido a mantenernos en apnea mejor que nadie. Pero siempre nos llega el momento de coger aire, y yo no soy la excepción:

Los tintes violáceos de un claro de sol caen sobre la plaza. Me siento al pie de un monumento, mi visión empañada no puede ver de quien se trata, ¿habría emergido?, ¿es por eso que le han puesto un monumento? Me concentro en no respirar como siempre, y en observar como siempre.

La madre está ocupada, alguien la entretiene, y él está allí sentado. Si derramo lágrimas no las siento, quizás se disuelven con mi entorno, pero le veo. Él respira. Me saco el sombrero. El niño inhala plácidamente este metal líquido que nos rodea todos y expulsa bocanadas rosadas de oxígeno puro. Él transforma el aire y, por un momento, una nube disuelve la membrana de futilidad y otorga colores aquello que su aliento impregna. Ahora come con placer una tableta de chocolate. La calidez de las manos que la sostienen le proporciona colores tostados y, al envoltorio, un tono de rojo fuego.

Me mira y mi cuerpo flojea. Da otro mordisco, y dejando a su madre atrás, se acerca. Apenas me llega a la pantorrilla, pero parece imponente. Su andar no es el lento pasear de unos pies de coral anclados a la roca, no es el frenético nado obsesivo, sino que nada con ligereza porque la Banalidad se abre a su paso. Es el Moisés del aire. Llega hasta mí, me mira durante mil amaneceres, sonríe, y un pequeño trozo de chocolate es cortado por sus dedos y me lo entrega en mano. Yo sostengo ese pedazo de inocencia, mi rostro, asfixiado y hambriento, no parece molestar al niño, me contempla y no dejará da hacerlo hasta que despache su ofrenda. Pero siento que no puedo comerla del mismo modo que como todo lo demás, no puedo masticar con la boca cerrada, esta vez debo abrirla, abrirla de verdad.

Todo lo que fui y lo que soy se sabe a punto de desaparecer por probar ese trozo de vida, por alimentarme del aire que exhala el Niño que Vive. Entra en mi garganta y en mis fosas nasales abiertas. Siento que me partiré en dos bajo su peso, creo que el resto de mi se alejará a la deriva, pero un aroma dulce se cuela a través de la acidez metálica de mi garganta y una fragancia de ingenuidad inunda mi nariz. INHALO. Pruebo la golosina y feliz sonrió, liberado, pleno. EXHALO.

Exhalo y, cuando lo hago, una nube de caramelo me rodea. Creo vida, creo luz. Yo sonrió y, entre mi barba descuidada, a través de mis dientes desgastados, el niño ve mi sonrisa, mi yo, mi esencia, y asiente complacido. Riendo va en pos de su madre. Esta le riñe por haberse alejado, el niño calla. En un descuido me mira y me guiña una mirada tierna y se deja llevar por la mano materna. Ahora respiro, y respiraré y seguiré respirando hasta que mi pecho explote.

Intentando aislarme, me dejaba morir. Respiré la inmundicia de este mundo, la banalidad, y la desesperación, el vacío y la depresión, la desgracia y la ansiedad. Probé su ceguera y la mía y me henchí de todo ello, pero cuando mi boca lo expulsó nada de eso quedó mi interior. Ahora me ahogo en el mundo y es mi corazón el que filtra su verdad y la transforma en la mía, de mi boca sale aire puro y hago que otros lo noten y que también respiren.

Quizás yo pueda ser a partir de ahora, el Hombre que vive. Quizás podamos enseñarnos unos a otros. Quizás, algún día, juntos, emerjamos.

Archivos inconscientes (relatos cortos)Where stories live. Discover now