Capítulo XXVI

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    Mercy

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    Mercy

       Le dije a Uxia que Nisha llevaría el bolso con el dinero al caer el atardecer.

      Ella me abrazó en respuesta y me deseó buena suerte.

      No soy la clase de persona que suele lamentarse o pedir perdón, pero en el momento en que me estrechó y la sentí sonreír contra mi cuello agradecida de que la vida nos volviera a cruzar solo quise suplicarle que me perdonase por adelantado.

     Quería protegerla. Sabía que de saber lo de Enora querría luchar por ella tanto como luchó por su hija, pero era demasiado peligroso. Mentirle, robarle y probablemente costarle el trabajo era más sencillo, o eso intento hacerme creer.

     —Callejón 43 —indica Myko, anunciando que llegamos antes de girarse para enfrentarnos y poner los brazos en jarras. Esa es su pose de «¿En verdad estamos por hacer esto, chicos?»—. ¿Es estrictamente necesario? ¿No podemos robar algo en su lugar o revender algunas armas?

      —¿Cuál es tu problema? Hemos hecho esto un millón de veces. —Nisha se cruza de brazos.

      —Y, aunque no me guste, es la forma más honesta de obtener dinero —señala Letha, encogiéndose dentro de la chaqueta de su hermano.

     —Sí, pero en veces anteriores mi mano estaba completamente sana y lista para partir huesos nasales. —Mira de reojo a Karsten, quien sonríe y se rasca la nuca apenado.

     —Clay, Nisha, y yo nos encargaremos, ¿podemos entrar ahora o debo recordarles que tenemos que estar fuera de esta localidad antes de medianoche? —Digo tomando la delantera.

      El callejón es estrecho al principio, limitado por dos altos edificios abandonados y usurpados. Al levantar la vista vislumbro la luz proveniente de algunas habitaciones. Sombras se mueven, personas asoman su rostro tras las cortinas raídas de manera curiosa y otros se apoyan en el marco fumando, exhalando el humo sin preocupación. El moho se extiende por los ladrillos y la basura se apila sobre el cemento quebradizo. Se oye el correr de las ratas y más de un mendigo revisa latas desechadas con la esperanza de que aún contengan algo.

       A medida que avanzamos, en lugar de angostarse más, las construcciones parecen tomar distancia. Pasamos un pareja perdiéndose el uno en el otro como si sus malditas lenguas fueran lo suficientemente distractoras para dejar de prestar atención a la realidad. Un par de narcotraficantes comparan mercadería, uno sentado sobre un cajón de manzanas y los otros dos apoyados contra la rasilla. Cada vez hay más gente, con cada paso se oyen diez voces nuevas, hasta que estamos frente a una aglomeración de alcohólicos, apostadores, prostitutas, narcos, participantes y oportunistas.

      —¡Qué mayor placer verlos otra vez por aquí, jodidos desgraciados! —grita una voz masculina, y puedo apostar mi gorra a que de tener olfato detectaría la pestilencia del vino en su aliento. De todas formas solo basta con oírlo para saber que sus neuronas están muriendo—. ¡¿Listos para esta mierda?!

Sin piedadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora