Capítulo XXII

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Mercy

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Mercy

       Cuando me fui de casa y me llevé a mi hermana conmigo aprendí lo que era dormir poco.

       Al principio no podía conciliar ni media hora de sueño por miedo a que las demás indigentes que vivían en la calle nos robaran lo poco que teníamos o los traficantes de personas nos llevaran para terminar arrojándonos dentro de un burdel.

      Sentía los párpados hechos de plomo, pero era tanta mi preocupación que me obligaba a pasar de la noche al alba despierta, acariciando el cabello de Enora mientras usaba mis piernas a modo de almohada en el piso de la estación de tren, callejón, vivienda abandonada o donde sea que pasáramos la noche.

         A pesar de lo que la mayoría podría pensar no me aterraba la oscuridad que nos envolvía de las ocho a las cuatro, sino cuando comenzaba a amanecer. La temperatura descendía y no sabía cómo dejar de tiritar sin despertar a la niña que, por sufrir tanto, solo quería que siguiera soñando un poco más. El estómago comenzaba a rugirme reclamando el desayuno de papá y gente comenzaba a cruzar la calle después de una velada casi sin ver a nadie.

       De noche, cuando levantaba la mirada y solo veía estrellas, me podía permitir fantasear en condiciones de vida mejor o perderme en los recuerdos, pero cuando el sol salía se sentía como una condena. Era una nueva oportunidad para sobrevivir, para enfrentarse a esa cruda realidad que el brillo de las estrellas opacaba en la penumbra, era la señal de que necesitábamos comenzar a movernos y rogar por un trozo de pan.

        Y estaba tan cansada de seguir, de sentir la carga y la obligación de hacerlo.
Sin embargo, siete años después, miro desde otra perspectiva el amanecer.

        Me siento en la cama y veo a Clay tumbado boca arriba en el sofá, con un brazo flexionado tras su cabeza a modo de almohada, los tobillos cruzados y los labios entreabiertos. Luce más joven así, sin la preocupación frunciendo su ceño o la alerta latente en sus ojos. Nisha, en la parte de arriba de la cucheta, duerme boca abajo: boca abierta, ronquido sonoro, brazo derecho cayendo laxo en el aire hasta el punto en que las yemas de sus dedos tocan la nariz de Myko. Él, en el delgado e incómodo colchón de abajo, se acurruca sobre su costado y arruga la nariz en sueños al sentir la presencia de esa mano haciéndole cosquillas y representando una molestia. Su espalda y la de Letha se tocan. Ella duerme hecha un pequeño ovillo de lana hacia la pared.

         En El Globo cuesta encontrar colores. La mayoría que se veían en las calles se deterioraron y ya nadie se atreve a llevarlos puestos. Tal vez es algo psicológico: color igual a estado de ánimo. No hace falta decir que nadie ha estado de buenas en los últimos años, e incluso las persona que se acercan a ser felices a pesar de todo —como Enora—, no se atreven a usarlo.

        A pesar de esto, el cielo cobra vida en tonalidades pasteles. La luz se filtra a través de los cristales sucios y lo poco que queda de las cortinas. Como costumbre me amarro el cabello en una cola tirante, asegurándome mientras palpo con una mano que no haya globos ni mechones fuera de lugar. Una vez que lo ato deslizo la mano bajo la almohada, pero mi gorra no está donde suele estarlo.

      —Aquí, chica ruda —dicen desde abajo.

      Me inclino sobre la cama y lo veo tendido en el piso, usando una de las mochilas de nuestros suministros como almohada. Sé que su cabeza no tendrá un buen descanso sobre un par de latas de sardinas.

      Recuerdo haber dejado la gorra en el baño y la tomo. Él no la deja ir hasta que pasan unos segundos que aprovecha para inspeccionar mi rostro sin nada haciéndole sombra.

     —¿La cuidaste por mí toda la noche? —Me burlo poniéndomela.

     —Sí, pero no puedo decir que fue fácil —asegura en voz ronca, esforzándose para hablar bajo y no despertar a nadie—. Los piojos me usaron de trampolín.

      Arqueo una ceja y una débil sonrisa ladeada curva sus labios.

       Su aspecto no ha cambiado mucho desde la noche anterior, en realidad, ha empeorado. Remolinos hacen de su cabeza pelirroja un caos y se ha vuelto a poner la camiseta que colgaba húmeda y sucia de la bañera. Sigue estando algo mojada, se nota por la forma en que se adhiere a él como una segunda, arrugada y agujereada capa de piel. Nisha dijo que olía fatal, así que hoy debe ser peor.

      No dije nada anoche porque no me concierne entrometerme y honestamente cuanto menos sepa, mejor, pero su pecho está lleno de pequeñas cicatrices. A la luz amarillenta del baño irregularidades de todos los tamaños le cubrían los brazos, el pecho y el estómago. También había heridas recientes, heridas que yo misma había provocado.

       No estoy simpatizada con la empatía y la tristeza, y a pesar de que Letha diga que es imposible, no siento compasión por él.

       Intriga, en realidad.

       Sin embargo, termino suspirando y hago la buena acción del día. Nisha va a bañarlo en la costa si se levanta y sigue apestando como creo que lo hace. Es difícil imaginar cuánto puede llegar a molestarle a alguien un olor cuando no tienes olfato.

        —¿Ves esa mochila que está allá? —Señalo una junto a la puerta, bajo un cuadro de flores anticuado—. Es de Myko. Toma una de sus camisetas y deshazte de esa.

         Él se incorpora sobre sus antebrazos. Sus ojos mieles chispean con incredulidad mientras me mira.

        —¿Las mañanas te ponen en modo caritativa, Mercy? —pregunta.

        No sé en qué escalón de confianza chica-y-exprisionero cree que estamos, pero me resulta extraño oírlo pronunciar mi nombre.

       —Cállate y ve por ella.

       Me sorprende lo rápido que se levanta. Como consecuencia los huesos de su espalda truenan pero él no parece inmutarse. Debe estar apestando realmente mal al no dudar en encaminarse a la mochila mientras tira del dobladillo de su actual camiseta sobre su cabeza.

         Al agacharse para rebuscar dentro todos los músculos de su espalda se mueven de una forma bastante interesante, pero me termino obligando a apartar la mirada otra vez hacia la ventana mientras se cambia.

        Ahora me gustan los amaneceres porque, si al anochecer vivo de recuerdos y fantasías, al salir del sol estas desaparecen. Es un alivio teniendo en cuando que ahora no quiero recordar a mis padres y que dejé de fantasear con paz para reemplazarla con la ilusión de encontrar a los causantes de todo esto y hacer de mis viejas pesadillas, aplicadas a ellos, pura y dura realidad.

        A pesar de que aparente que vivo por y para la venganza, no es así.

        Nunca lo fue, pero puede que lo sea pronto si no me devuelven a Enora.

Sin piedadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora