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Jimin nuevamente está ahí, sentado en aquella banqueta verde que tiene mil y un dibujos hechos con tinta indeleble. Nombres de personas que no conoce. Corazones. Insultos. Algún que otro chicle pegado.

Sus piernas tiritaban por el frío, las nubes moradas en el cielo no denotaban más que pronto caería la llovizna pronosticada por el canal de noticias que en la mañana escuchó.

Aun así, se mantiene firme en su lugar, con sus ojos inexpresivos de color avellana que se oscurecen tras la leve penumbra que las rotas luces de mercurio de la calle dejan bañar el casi fantasmal parque, y la mitad de su rostro se oculta tras la bufanda a rayas que su abuela le regaló para su cumpleaños número dieciséis.

Lo había citado ahí a las cuatro, y llegó a las tres con treinta en punto, agitado, con su pijama puesto, el abrigo de su padre, y la bufanda de aroma lavanda, mientras su mata de cabellos castaños no decidía un lugar hacia donde enredarse.

Era un desastre que había corrido más de diez calles en plena madrugada porque él le había pedido el verse en el parque donde se conocieron en persona.

Eran las cinco de la madrugada de una helada noche de sábado de diciembre; "la más cruda de todo el mes" había dicho la rubia reportera de las noticias. Juraría poder morir de frío ahí en cualquier momento y podrían hasta confundirle con una estatua de lo congelado que estaría su cuerpo.

Pero no importaba, porque debía esperarlo, porque él lo citó.

Era comienzo de fin de semana, pero los autobuses, taxis y uno que otro auto pasaban por las calles frente a él de personas con trabajo o que volvían de alguna buena fiesta. Todos con una razón, de lo promedio, normal.

Y él, sin embargo, su única razón era un simple mensaje que un número desconocido le había enviado. Número que no podía ser más que él.

Le había enviado horas antes; "el parque donde nos conocimos" y la hora, cuatro de la madrugada.

No había especificado nada más que eso, y aunque Jimin le envió casi seis mensajes preguntando a qué se refería, ya estaba abrochando torpemente los botones del abrigo para salir de su casa como alma que lleva el diablo, resguardándose de que sus padres no se enterasen.

Pero había pasado ya una hora de la hora acordada el otro mismo, y no había ni atisbo mínimo de su presencia. Ni a lo lejos, ni muchos menos cerca.

Los dedos de sus pies sin calcetas dolían por el frío que lograba entrar bajo las suelas de sus desgastadas converses, y sus ojos ardían por las brisas que jugueteaban en el aire, golpeando su perlado rostro perdido.

Había pasado más de un año desde la última vez que le había visto.

¿Se habrá cambiado el color de cabello? ¿Ahora lo tendría negro como le había dicho esa vez? ¿Se habrá hecho más perforaciones? ¿Seguirá fumando de la misma marca de cigarros o la habrá cambiado por otra más barata? Él solía quejarse de los precios que aumentaban...

Presionó con fuerza sus parpados, ahuyentando el ardor en ellos.

Había pasado más de un año desde la última vez que pudo abrazarle en contra de su voluntad, sin importar cuantos insultos le gritoneara y pellizco proporcionara a sus brazos, él afianzaba más el abrazo a su delgaducho cuerpo.

Un año desde la última vez que le vio reírse por un muy mal chiste que había leído en internet que él jamás pudo entender. Incluso hubo noches desde su ausencia donde Jimin se pasó horas releyendo una y otra vez el mismo chiste, intentando entenderlo, fracasando en cada oportunidad, llorando de la frustración.

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