El asesino de la calle Road

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El ruido nítido y delicado de aquella fuente lo hipnotizaba, el suave fluir del agua embriagaba cada uno de sus sentidos mientras que, con los ojos entornados, sentía el calor del sol penetrar su rostro, correspondiendo a los últimos suspiros cálidos de aquel día primaveral.

Todo a su alrededor estaba colmado de un dulce olor a néctar, y varias flores de colores vivos se levantaban sobre un césped cual alfombra color verde opaco.

Pero sus sentidos se centraban mas que nada, en el correr contiguo dl agua cristalina y pura, como la muchacha que a su brazo derecho se agarraba con fuerza, dedicándole palabras tintineantes sobre las flores frente a ellos, palabras que no se esmero en entender.

Ya cuando entre las palabras apresuradas de la joven no se admitía pausa alguna, y su voz comenzó a serle irritante, le dijo con voz pausada y susurrante:

- No admito admiración alguna hacia las flores. Trasmiten mera fragilidad y belleza efímera mas no perpetua, pues al ser arrancadas de su confortable alfombra opacada, se marchitan enseguida como cenizas esparcidas en el viento, y su olor embriagante, culminara en el viento gélido de invierno, para no retornar jamás. No son dignas de admiración pues, con cada primavera, otros ejemplares como ellas brotaran de nuevo, y embriagaran nuevamente el aire con su olor a dulzura carbonizada.

Contemplo los ojos atónitos de la muchacha, cuyo semblante entusiasta fue adquiriendo tonalidades de confusión, mas no perdían su vivacidad característica de la juventud y su ingenuidad.

- Lo dingo de admiración no es aquella belleza que retorna en cada primavera - dijo el hombre mirando a la fuente con semblante anostalgiado - sino la que es congelada con el beso de la muerte, y cuya esencia, es un recuerdo perpetuo de pureza y amargura.

La causa de su repentino estado hipnótico fue el recuerdo de una piel de miel, acariciada por cabellos de ocre, del mismo color que la suave aurora que parecía pintar todo a su alrededor aquella tarde primaveral.

Recordó cuando veloz la vio aquel día, veloz como se ve a todas las cosas hermosas. Fugaz y delicada como una brisa invernal que se escabullía entre sus sentidos. Los finos y pálidos tules se pegaban a su cuerpo esbelto, y parecían querer ser testigos de una piel sonrojada y cálida. Su semblante parecía una delicada pieza esculpida de la inocencia y sus ojos, profundos, era el antítesis mismo entre la dulzura y el misterio. Su larga cabellera la seguía, como una sombra de ceda y fuego.

La siguió por aquella feria como persiguiendo una estrella cuya luz evidenciaba todo lo opacado de su alrededor. Unos metros, luego unos metros menos, y cuando presentía con ansias que iba ya a tocar la calidez de aquel cuerpo el mismo se esfumaba, generándole sentimientos inconclusos de fascinación y desespero.

A pocos centímetros estuvo de tocar su palidez, y cuando su aroma de juventud y carmesí inundo sus sentidos, sintió como toda la sangre hervía por sus venas distensibles, que cedían ante el fuego interno y se asustaba de su propia naturaleza.

La soledad de las calles sobresalto a la muchacha, se dio vuelta un par de veces, pero el limite escaso entre las sombras de la noche y las de su mente, la confundían aun mas. La velocidad de sus pasos iban en incremento, como si un gélido susurro le corrompiera los oídos, y un tacto de hielo pretendiera alcanzarla. Sus ojos se agigantaban en un vano intento de encontrar oscuridad en mas oscuridad, y la noche parecía ser cómplice de su destino.

El corazón del hombre a sus espaldas, latía con un vibrar intenso, furioso. Casi se podía oír en el recinto silenciado. Al percatarse de ello, decidió detener por un momento su paso, para apaciguar la movilidad funesta de la sangre por sus venas, no sea cosa de que alguien pudiese escucharlas y adivinar sus verdaderas intenciones.

El asesino de la calle RoadWhere stories live. Discover now