4 DE JULIO, 11:59

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He de admitir que la idea de mamá me pareció alocada. También que consiguió que mi frío corazón se derritiera, aunque fuera solo un poco. Mamá creía que esto haría que mi actitud mejorara.

Ella ha hecho esto por mí. Nos mudamos temporalmente a un pequeño pueblo de Oregón, bastante lejos de Nueva York. La casa de la abuela Maddy siempre ha sido grande, siempre ha estado muy vacía. Es por ello por lo que no le importó que su hija y sus dos nietos adolescentes fueran a pasar el resto del verano con ella.

“Será un cambio de aires”, había dicho mamá.

“Pasaremos más tiempo juntos”, dijo Thomas.

Seguía sin poder mirarle a la cara. Aun era complicado.

La abuela se alegró de vernos, aunque me recriminó el estar más delgada. Yo me había limitado a sonreír y a prometerla que me comería un buen plato de uno de sus famosos estofados. Como si eso fuera a ayudarme a recuperar los siete kilos que había perdido en menos de un mes.

Cuando he podido he corrido a ver mi habitación. Sigue igual a cómo la dejé. Las paredes pintadas de amarillo, tan pálido que parece blanco. El escritorio está lleno de papeles y discos de bandas que me gustaba escuchar el verano pasado. También hay una foto, en la que salgo sonriendo junto a Lauren. Debería tirarla. Las ventanas siguen teniendo vistas a la montaña, o en su defecto, a una de las habitaciones de la casa del vecino.

Ahora mismo estoy escribiendo desde la cama, adornada con un dosel. Algo cursi, pero me hace sonreír, lo que ya es un milagro.

El timbre ha sonado y la abuela me está llamando. Creo que es momento de dejarlo.

 

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