La mujer de las empanadas

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Cuentan los habitantes más viejos de la hermosa ciudad de Bogotá, que hace varios años, en uno de los barrios más populares de la urbe, era muy común ver a una señora de sonrisa amable y modos gentiles, andando por las calles con su cesta de empanadas recién hechas. Sus ropas humildes la delataban como una persona de bajos recursos, cuyo único medio de subsistencia serían, seguramente, aquellas delicias preparadas con sus propias manos. Mismas que por suerte, se habían vuelto sumamente populares entre la gente del vecindario, nunca faltaba quien le comprara una.

A juzgar por su costumbre de sonreír y porque siempre estaba de buen humor, cualquiera de las personas que vivían en los alrededores diría que la pobreza no le afectaba en lo absoluto. Pero como suele pasar con la mayoría de las personas, uno no puede imaginarse la clase de situación por la que realmente pasan en la intimidad.

Esta mujer vivía en una casita destartalada junto a su marido, un hombre vicioso que contribuía muy poco con la economía de ambos. Día tras día, todo eran discusiones entre ambos, a tal punto que la pobre esposa ya no sabía que más hacer para estirar el dinero que ganaba con sus empanadas, ni porque seguía soportando a aquel sujeto, que tan pronto cobraba un sueldo miserable, no perdía el tiempo para botarlo en el bar más cercano. Lentamente la desesperación hacía mella en ella.

Fuera de casa no paraba de sonreír, ni de ser tan amable con las personas que le compraban. Todos la veían con lástima.

Un día, se supo que su marido la abandonó y no lo volvieron a ver por el barrio. Ella salió a vender sus empanadas como de costumbre, toda sonrisas y buen humor. Estaban realmente deliciosas, con su cubierta crujiente y la carne tan tierna que tenían por dentro.

— ¡Qué buenas están sus empanadas, señora! —le dijeron varias veces a lo largo de aquel día, y de los siguientes, haciéndola reír como una niña.

— ¿Qué fue lo que les puso? Es la primera vez que le quedan tan sabrosas; no es que antes no lo fueran, pero es que ahora están realmente exquisitas. ¿Nos daría la receta?

—Eso es un secreto —decía ella, guiñando el ojo.

Tal vez la ausencia del marido, lejos de entristecerla, suponía un gran alivio que le permitía hacer maravillas en la cocina.

No obstante, tiempo después los vecinos se sorprendieron al ver como la policía irrumpía en su casa y la arrestaba. Esta vez, la mujer no sonreía. Habían encontrado los restos de su esposo, (o más bien lo que quedaba de ellos), guardados en el refrigerador.

Y es que semanas atrás, después de discutir, la pobre había perdido el control y lo había acuchillado de manera mortal. Sin que nadie se enterara, había sido su carne lo que usara para rellenar sus macabras empanadas.

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