CAPÍTULO 04.

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En un parpadeo el ambiente se tornó pesado, espeso, y la tensión entre nosotros era palpable con los dedos.

Un trance era como podría describir el estado de mi mente. Me sentía adormecido. Perturbado. Aturdido.

Mi abuela tardó en reaccionar, bramando que he hecho un desastre y por si fuera poco, he roto una taza de porcelana.

Casi ni la escuché, todo a mi alrededor perdió nitidez mientras mantuve los ojos clavados en los de Avril.

Ese par de ojos que solo había visto una vez en la vida.

Seguía perplejo, en mi mesa estaba el origen de mis problemas.

No sabia que hacer, o como reaccionar.

Era tan difícil de admitir para mi. Pero en ese instante sentí miedo, y todos los recuerdos sombríos llegaron a mi mente como un huracán.

—L-Lo siento, abue —me aclaro la garganta, con torpeza me levanto de la silla—. Lo limpiaré, no te preocupes.

Me retiré entonces con la excusa de buscar algo con que limpiar eso, dejándolos a todos con la duda de mi extraño cambio repentino de comportamiento. Pero con los primeros pasos que di en el pasillo, solo; sentí que me iba a asfixiar.

Me sostuve de la pared a mi lado y me sequé el sudor frío de la frente, y las palmas de mis manos en el pantalón.

Necesitaba sacarla de ahí. No la quería en mi casa, no quería tener cerca a ese monstruo.

Podrán pensar: ¿Pero qué tan mala puede ser una simple chica que pesa lo mismo que un pollo?

No conocen a Avril, no como yo.

Me llevé la mano al centro del pecho y podía sentir lo mucho que me costaba respirar.

Maldita sea, ¿cómo fue que no me di cuenta? ¡Como si existieran muchas «Avril»! No podía creer lo estúpido y crédulo que había sido.

No se parecía en nada a lo que era antes. Cargaba otro cabello, otros ojos, otra nariz incluso, tuvo que volver a nacer para ser esa nueva persona que era.

Ella lo supo todo este tiempo, ella supo que era yo quien la ayudaba y se mantuvo aquí. En mi casa, en mi cuarto. Cerca de mi familia y la vida que construí lejos, a salvo.

Sin pensarlo, le lancé un puñetazo a la pared. Y me dolió hasta la madre.

Luego fue otro. Y otro.

Y fue necesario que llegara Don, como siempre, para detenerme.

—Rea, ¿que mierda haces? —susurra cogiendome de los hombros, estaba echando humo.

Me pregunté si era capaz de contarle a Don. Hace años me sentía ausente, solitario. Malcom era buen padre, pero estaba sumido en su trabajo. Morgan pensaba en sí mismo. Don era el único lo suficientemente observador para notar que algo no andaba bien conmigo, así que dio primer paso. Un hermano era lo que necesitaba, y él estuvo ahí.
Teníamos una conexión inquebrantable. Y no la pondría en riesgo.

—No quiero que esté aquí un solo minuto más.

Apenas alcancé a hablar, sentí que me sofocaba, que el oxígeno era escaso.

Esa niña planeaba algo, no podía ser una coincidencia todo lo que había currido, y que siempre supo que era yo. No iba a permitir que se quedara ahí.

—Dile ya mismo que se vaya —inspiré lo más profundo que pude, porque me quedaba sin aire—. O la saco yo mismo, y no te va a gustar.

—¿Sacarla? —me miró como si le acabara de decir que el cielo es verde—. Fue tu idea traerla aquí.

EscándaloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora