Capítulo 1 - Nivel inexperto

11 1 0
                                    

El viento azotó el pelo contra mi cara. No debería haber salido de casa, los nubarrones negros amenazaban con una lluvia inminente y los truenos ya comenzaban a resonar en lo que podría haber sido perfectamente una cálida tarde de abril. El termómetro no superaba los dieciséis grados, pero la sensación térmica era aún más baja.

Me abroché la cremallera de la chaqueta y decidí trotar en dirección a mi casa. Vivía en un piso de dos habitaciones y un solo baño, nada comparado con donde había vivido anteriormente. Los túneles poco tenían que ver con mi nuevo hogar, ni tampoco la casa que tenían mis padres en Galicia, una mansión inmensa situada en medio de la nada, rodeada por árboles, cuyo musgo tapaba casi la totalidad de las cortezas. Allí habíamos sido felices durante los primeros años de mi vida, con mis dos hermanas. Ese era el único lugar en el mundo donde no teníamos que escondernos ni fingir ser algo que no éramos.

Sentí una punzada de dolor al pensar en las gemelas. Había ido a Estados Unidos a empezar de cero, a intentar cerrar heridas, pero a veces no estaba seguro de si lo estaba consiguiendo. En ocasiones, la soledad parecía abrirme en canal, desgarrando todo lo que atrapaba a su paso.

Por fin, entré en mi edificio, un poco mojado. La lluvia me había alcanzado por el camino, pero aún era un simple chispeo. Al contrario de lo que mucha gente piensa, en Nueva York no hay porteros en todos los edificios, y aún menos en Brooklyn, por lo que nadie me recibió. Después, subí las escaleras, cuatro plantas en total, hasta que llegué a la puerta de mi piso. Introduje la llave en la cerradura, pero se encasquilló, como de costumbre.

―¡Mierda! ―exclamé.

La puerta se abrió desde dentro y vi a mi desgreñado compañero. Era un tipo de casi treinta años que se pasaba el día encerrado en su habitación. Lo bueno de él es que no hacía ruido.

―Te he dicho que debíamos cambiar la cerradura un millón de veces ―se limitó a decir Will, con su marcado acento americano que a veces todavía me costaba entender.

―Lo sé. Mañana me encargaré de llamar a un cerrajero, ¿vale? De todas formas, también podrías hacerlo tú.

Pasé y cerré tras de mí. Caí rendido en el sofá del salón.

Will me observó divertido, con los brazos cruzados.

―¿Has salido a correr con este tiempo?

Asentí.

―Sé que no ha sido una buena idea.

―No, para nada. Estás hecho un asco.

Me desabroché la chaqueta.

―Me voy a la ducha.

―No me refiero solo físicamente, Bruno.

Mi compañero de piso se sentó frente a mí, en un sillón de cuero negro que compramos a buen precio.

―Desde que Valeria decidió darse un tiempo, parece que estás bastante ausente.

El corazón me dio un vuelco y esperé que Will no se percatara de que ese tema había tocado mi fibra sensible.

―No quiero hablar de Val. Y no estoy ausente. No soy yo el que vive casi las veinticuatro horas encerrado en una habitación.

Él puso los ojos en blanco.

―No, tú vas de clase al piso, y del piso a clase. Excepto para correr, claro ―me dijo, sonriendo con sarcasmo.

―Tengo que aprobar los exámenes, no puedo estar todo el rato de fiesta, por más que me quieras fuera de casa ―me defendí―. Mira, Will, todo esto de que estoy ausente está en tu imaginación.

―¿Ah, sí?

―Sí. Estoy muy bien. No deberías preocuparte porque me va estupendamente ―mentí, levantándome―. Ahora me voy a duchar.

Todo iba bien con Valeria al principio. Me marché de España y seguíamos manteniendo una relación gracias a Skype, conociéndonos más, tal y como habíamos acordado. Yo me estaba enamorando cada vez más de ella y sentía que era recíproco. Estaba tan enamorado que le confesé mi secreto y le conté lo que realmente había pasado en mi familia. Candela muerta, y luego África, las dos asesinadas por las mismas personas. Le conté lo que mi familia podía hacer, le hablé de mis habilidades, de la capacidad que tengo para romper cosas sin hacer esfuerzos. Hasta le hice una demostración para que me creyese.

Ella me escuchó horrorizada y, poco a poco, fue reconstruyendo esas lagunas que tenía sobre mí y mi entorno. Se sintió engañada. Entonces fue cuando me pidió un tiempo, y ya hacía casi un par de meses de eso. Desde que lo supo, no volvió a ponerse en contacto ni una sola vez, ni siquiera contestó mis mensajes ni mis llamadas.

Con el paso del tiempo, me fui dando cuenta de que la única persona que era capaz de hacer que no me sintiese solo era ella. Pero Valeria ya no estaba en mi vida y no tenía ni idea de si volvería o de si podría perdonar que no le hubiese confiado mi secreto antes, por lo que debía aprender a mitigar la sensación de vacío de otra manera. Me mantenía ocupado estudiando, salía a correr porque eso acallaba mis demonios por un rato. Hacía lo que fuera por no volver a caer en la trampa en la que caí una vez.

Sabía que mi mente era mi peor enemiga. Me hacía recordar lo que sentía cuando me metía una raya de cocaína. Me impulsaba a volver a consumir, y era consciente de que, si cedía a ese apremiante impulso, ya nada podría salvarme. Ya no tenía nada a lo que aferrarme con todas mis fuerzas para mantener la cordura.

Salí de la ducha y me vestí. Me esperaba otra tarde de estudio más, pero, al salir del baño, lo que vi me dejó paralizado y di por hecho que mis planes tenían que esperar. Un par de barriles de cerveza y unos cuantos vasos de plástico y botes verdes y rojos de Pringles descansaban en la mesa.

Pero lo que me llamó la atención fue ver a las personas que estaban de pie en medio del salón, mirándome sonriendo.

―¡Sorpresa!―gritó mi compañero de piso, en un chapucero español que provocó las risas de mis inesperadas visitas.

―¿Qué hacéis vosotros aquí? 

El éxodo de BrunoWhere stories live. Discover now